Año CXXXIV
 Nº 49.032
Rosario,
domingo  18 de
febrero de 2001
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De un quiza vano discurrir
Los libros, en la realidad y los sueños

Raúl N. Gardelli

Quienes consumen muchas de sus horas entregados a Internet, tal vez no se diferencien fundamentalmente de aquel hidalgo del siglo XVI (pronto hará cuatro siglos de 1605, cuando fue publicada su "historia"), al que se le secaron los sesos de tanto leer libros de caballería, haciéndolo "de claro en claro" y "de turbio en turbio". Lo esencial es idéntico: como le ocurrió a Don Quijote cuando todavía no era Don Quijote, los internautas podrían estar lindando con la locura.
No siempre ha sido locura. También siglo XVI. En el refugio de su torre de Perigord, Miguel de Montaigne oteaba la comarca e indagaba leyendo y meditando sobre el misterio del hombre, leyendo alguno de los mil volúmenes, tal vez más, que formaban su biblioteca casi circular: cinco estantes que rodeaban su mesa de observación, lectura y meditaciones. Anticipándose a la tecnología, parecía meterse en las arterias un catéter que le permitía observar lo más recóndito de su corazón: "Yo mismo soy el contenido de mi libro". No leía sistemáticamente. Solía pasar días sin hacerlo, y no seguía un orden: "Cuando un libro me aburre tomo otro". Y los libros consolaban su vejez y su soledad, lo descargaban del peso del ocio -él lo dijo- lo libraban de compañías fastidiosas y debilitaban las dolorosas acometidas del "mal de piedra". Por encima de todo, nutrían su saber, expresado en los "Ensayos".
En la utópica Ciudad del Sol, descripta por Campanella en 1602, apenas tres años antes de "Don Quijote", quienes estaban comiendo, escuchaban, o simularían escuchar, se me ocurre, a un joven que desde un estrado iba leyendo un libro con clara y sonora dicción. Antes de la escritura, los poemas homéricos eran recitados rítmicamente en el festín del señor. Si tuviera espacio diría eso que, según Platón, dijo Sócrates acerca de la memoria disminuida por la escritura. Hoy se come, cuando hay qué comer, oyendo o desoyéndolos, los monólogos de la TV.
Entre las imágenes de mi padre que conservo en la memoria, la más nítida es la de un hombre leyendo. Contaré también que yo no aprendí a leer en la "Anagnosia" como aprendieron dos amigos míos: lo hice en los títulos de los diarios. Y diré que Alberto Corvalán -maestro en el quehacer de la redacción, maestro y amigo- pasaba noche tras noche leyendo hasta que lo sorprendían las primeras luces. Lo imagino como un sacerdote de extraño rito: la lámpara acá, el té allí, el silencio en todo. Pero la noche no le alcanzaba...
¡Cómo habría de alcanzarle, si es tanto lo escrito, y lo que se está escribiendo, tanto lo que ha sido publicado y lo que se publica! Por eso, cuando entro en una biblioteca o modestamente me detengo ante las vidrieras de una librería, doy en pensar: ¡cuánto de esto no leeré! Y aunque entre lo que no leeré abunde lo que no despierta mis apetencias, comprendo cuánto de los filósofos, narradores, poetas, va quedando al margen de mí. Se explica pues que ante la impertinencia de quienes me preguntan si he leído a este autor, o a ese otro, suela confesar, de mala gana, que no; o, por sonsera o amor propio, ose mentir que sí.
Un cálculo muy simple. De los 365 días del año, 52 son domingo, propicio el domingo para levantarse tarde o ir temprano al río o a los campos deportivos. Y como los diarios dominicales se agigantan, ¿quién, por lector que sea, leerá un libro en domingo?
Quedan 363 días, de los cuales, si es que no se forma parte de la legión de los desocupados, quienes por lo común no están con ánimo libresco, hay que restar 20 días de vacaciones. Y aunque los libros del verano suelen ser literatura "light", cuántos de ellos vuelven intactos. No es común que se siga el ejemplo de Quevedo: "Retirado en la paz de estos desiertos / con pocos pero doctos libros juntos" (aunque ni Mardel ni Punta sean desiertos). Los 363 días se reducen pues a 343. En cada de esos 343 corresponden 8 horas al trabajo (no al "trabajo gustoso"" del que Juan Ramón Jiménez habló cuando estuvo en Rosario). Desdeñemos lo referente al sábado por la tarde. Y habrá que concederle 7 horas al sueño (ya van 15 por día). Y algo a la comida, por muy poco que se coma en esta época dietética y de recortes en los presupuestos domésticos, que suele llevar a recursos extremos como las hamburguesas.
Por supuesto, el tiempo que se emplea en ir de un lugar a otro (no importa que Borges haya escrito que leyó la "Divina Comedia" en el ómnibus). El que se gasta en bañarse y afeitarse -la mujer en maquillarse, a veces también el hombre-. Y en tomar un café, y una "cola". Y en la dicha cotidiana del mate. Incluso el que disipan los jóvenes en el amor, los viejos en la nostalgia. En hacer "cola" para pagar impuestos (si se los paga). Y en hablar sobre temas que se ignoran, como ese del blindaje, y en despotricar contra el ministro de Economía, llámese como se llame. De tanto en tanto, en escuchar una conferencia o en dormitar mientras en su interior dormita el orador. El tiempo así gastado, ¿cuánto representa por día?, ¿qué menos de 5 horas?
O sea: 8 horas de trabajo, más 7 de sueño, más 5 de comidas y varios. No falta un dolor de cabeza, ni la visita al dentista. Tampoco ese conocido con quien nos topamos en la calle y con el cual hablamos de cualquier cosa, deseando ambos que la charla termine, y de quien nos despedimos con un recíproco y amenazante "Nos vemos".
El saldo de tal vez 3 horas diarias se ve disminuido por periódicos y revistas, la televisión. De manera que para los libros queda... pues eso que queda. No creo que tal remanente temporal baste para Shakespeare, los 2.077 versos de las inconclusas "Soledades" (yo no los conté), Flaubert, Malraux, García Márquez, Eco; y para la felicidad de acompañar a Marcel en su búsqueda del tiempo perdido, grata manera de perder el tiempo ganándolo.
Casi orfandad intelectual, la que no se supera mediante el recurso de acudir a referencias, noticias, extractos, menciones entre concretas y vagas. Hace años "Reader's Digest" nos situó ante el fenómeno del libro condensado, similar a los tradicionales "Quijote", "Gulliver", "Robinson", también la "Biblia", adaptados para los niños (se decía niños, no chicos).
Yo nada habría perdido, o muy poco, si no hubiera comprado el libro que trabajosamente acabo de leer, o aquel cuya lectura abandoné apenas promediaba, antes aún, porque no valía la pena. Todo lo contrario cuando di en recordar aquella tarde de lluvia: si no me hubiera refugiado en una librería situada al paso, no habría disfrutado de ese libro comprado, poco menos que al azar, casi por compromiso, en tal circunstancia pluvial. Ignoraría la belleza que me transmitieron sus páginas, la información que agrandó mis conocimientos. Un libro casi inadvertido, virtualmente fuera de comercio. Entusiasmado, lo presté, y al prestarlo perdí el libro, sin que el libro ganara siquiera un lector.

* * * *
Una noche se me negaba el sueño. Sin disposición en ese momento para la lectura, se me ocurrió poner algún orden en mi escasa biblioteca, la que exagerando llamo biblioteca. Pero no pude hacerlo. La fatiga me habrá convencido de que sería una empresa ilusoria. ¿Cómo clasificaría yo las inspiraciones de los poetas, los caminos tortuosos que llevan a la belleza o a las fuentes recónditas del júbilo y de la angustia?
Así fue como esa noche de fatiga, frustrado, dejé mis libros en su desorden, tal vez vecinos entre ellos Lamartine y Rubén, Flaubert y Unamuno, Sarmiento y Dostoievski. ¿Por qué no dejarlos de esta manera, me habré dicho, si en un solo libro conviven, conciliados en Dios, libros al parecer inconciliables: el relato de la Creación, la guerra feroz de Josué, los Salmos, los sufrimientos de Job, el "Cantar", las parábolas?
Pudiera ser que, compadecido de mí, Hipnos me haya devuelto el sueño fugitivo, envolviéndome en él; y que sus hijos -Morfeo, Iquelo también Fantasio- dispensadores de los sueños que habitan el sueño, me hayan hecho el don de gratas fantasías oníricas. Y tal vez soñando yo haya visto millones de volúmenes ordenados en vastas, infinitas bibliotecas ordenadas con estrictez como la del Congreso, en Washington, y la del Museo Británico. Hasta que Hipnos, cansado de proteger mi cansancio, me habrá vuelto al desorden de mis libros, apoyados uno en el otro, Platón y Horacio; voluptuosamente reclinada Safo en un diccionario desencuadernado y obsoleto, falto de algunas hojas, el que no sé por qué no habré tirado a la basura. Acaso porque intuí que en él se reclinaría Safo.



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