Las palabras del ministro del Interior Federico Storani fueron duras y contundentes, pero nunca tan bien aplicadas y en el tiempo oportuno. Fueron esa bofetada que puso en su lugar la irresponsable actitud judicial de los fiscales de la Nación Eduardo Freiler y Federico Delgado, quienes -acaso exacerbados por el juego político al apelar la medida del juez Carlos Liporaci, por los supuesto sobornos en el Senado- elaboraron un dictamen que más que una pieza legal supone un discurso político en donde se mezcla la sangre, la democracia y las repúblicas de América latina. Para colmo, tuvieron la malhadada idea de expresar públicamente que en el caso del Senado "la gente ya ha dictaminado que aquí pasó algo".
Viejo y sagaz lobo de la política, Storani no dejó pasar la oportunidad y les asestó el golpe más duro que se le puede dar a un operador judicial: tras sostener que la actitud de los fiscales era "poco seria", se preguntó "¿para qué queremos a los fiscales y a los jueces si nos vamos a guiar por el juicio de la gente?".
La frase tal vez no haya sido analizada y comprendida en toda su magnitud, pero el ministro no sólo descalificó a los funcionarios -quienes bochornosamente debieron admitir luego que no había pruebas directas en el caso-, sino que advirtió sobre el peligro que implica para el Estado de derecho que los funcionarios y magistrados del Poder Judicial confundan los roles, se "politicen" o resuelvan las causas de acuerdo con la sensación social.
Esto no sólo puede ser tremendo para los poderes del Estado, sino para los justiciables y para la propia sociedad, porque no siempre el sentimiento de la opinión pública se ajusta a la verdad histórica, y mucho menos a la verdad que debe surgir de un proceso al que la gente no tiene acceso ni valores a mano para discernirlo.
Un caso emblemático
La historia dio muchos testimonios de injusticias ciudadanas. El mayor y más emblemático es, sin dudas, el juicio sumarísimo seguido a Cristo a pedido del pueblo. El tiempo y la resurrección de la Divinidad se encargaron de reparar el error, pero si algo surge de las palabras del ministro, que deberían servir de atención a muchos jueces, es que los simples mortales no resucitan ni sus vidas se recomponen luego de un proceso injusto llevado por cuestiones política o sensaciones sociales.
Lo que algunos magistrados y funcionarios no alcanzan a entender es que, razonablemente, la opinión pública se perdona a sí misma sus errores, pero es implacable con los errores de los jueces, aunque ellos hayan sido provocados para complacer el propio sentimiento popular. En su sabiduría, la opinión pública sabe que el funcionario judicial que actúa por resonancia social en última instancia no es confiable en su sentido de justicia.
Por cierto que el tema concierne a la actuación del juez Carlos Liporaci, quien, para ser sinceros, no es el único juez del país de actuación dudosa en una causa. Sería lamentable que el Consejo de la Magistratura de la Nación y otras instituciones del Estado perdieran de vista el bosque por ver sólo el árbol. Un juez federal de una provincia que, entre otras irregularidades, ingresa al país decenas de maletines sin pagar impuestos aduaneros no puede permanecer en su función, por ejemplo. Y ello así, porque cuando la ética falta no importa en qué medida falta. "El que es deshonesto en lo pequeño lo será en lo grande", sostenía un retirado hombre de la Justicia.
El caso Fraticelli
El disloque que en algunos casos se produce en causas resonantes, no se observa únicamente en la órbita nacional. Se recordará el caso de María Soledad, en Catamarca, por ejemplo, sobre todo en sus primeros tramos, en tanto que hoy Santa Fe vive el hecho judicial penal más importante de los últimos años con el caso del ex juez Carlos Fraticelli, trascendiendo en los últimos días los notorios errores producidos en el curso de la investigación. Cuando en sucesos tan importantes como los que se mencionan, y en los que la opinión pública interviene en forma directa e influyente, si los jueces y operadores judiciales no actúan con la prudencia y el talento requerido se produce un desmadre que termina involucrando al poder político y politizándose las causas.
Es lo que está a punto de suceder en esta provincia si llega a reafirmarse lo que sostuvo el prestigioso médico legista Ulises Cardoso de que Natalia Fraticelli no murió estrangulada. El caso podría terminar afectando al propio gobernador Carlos Reutemann, aunque esta apreciación parezca en principio descabellada, porque lo que la Justicia escandalosamente no concede lo requieren hoy las marchas del silencio.
Por eso la Corte Suprema de Justicia de la Nación advirtió en su momento, durante el conocido caso del secuestro y homicidio de Norma Penjerek, en la década del 60, sobre lo que dio en llamar la "gravedad institucional" que entrañan determinadas causas. Es bueno recordar lo que dijo el procurador general del alto tribunal entonces y que, de alguna manera, se entrelaza con lo sostenido por el ministro Storani: "Huelga poner de relieve la difusión y notoriedad que ha alcanzado este proceso: la prensa le ha dedicado una atención extraordinaria y la opinión pública ha sido conmovida por la característica de los hechos investigados y la extensión y ramificación que se les atribuye. Con razón o sin ella, esta causa y las que le son conexas han llegado a poner a prueba, ante los ojos del país, la eficacia y objetividad de nuestra administración de justicia, sin que se establezcan distinciones de fuero o de jurisdicción que, por los general escapan a la comprensión del lego", dijo el funcionario.
Añadió que "por tal motivo, es indispensable que no subsista la menor duda de que tanto la acusación como la defensa han contado y contarán con las más amplias garantías para hacer valer sus respectivas pretensiones. Cualquier limitación infundada al ejercicio de esos derechos cobra en este caso grave trascendencia institucional, porque puede producirse en menoscabo de la confianza que el pueblo deposita en el Poder Judicial", y podría añadirse en el Estado. Es entonces cuando se produce la injusticia que repudia la sociedad y que fue definida por Spinoza como "quitar a alguien lo que le corresponde bajo el pretexto de derecho".