Existen varios convencionalismos acerca de los suizos que convendría desbaratar antes de comenzar: que los suizos son malhumorados, que sólo saben de relojes, que hablan un alemán imposible de comprender y que todas sus vacas son violetas.
En realidad los suizos son un pueblo abierto y acostumbrado al trato con extranjeros (constituyen una importante parte de su población laboralmente activa y los visitantes vienen durante todo el año) y su alemán es tan comprensible como el que se habla en Austria o en algunas partes de Alemania. No sólo tienen relojes y en cuanto a las vacas violetas, es necesaria una ingesta de alcohol lo suficientemente fuerte para ver una vaca de ese color. En menores dosis se puede disfrutar de un país que todavía está por descubrirse, escondido entre los Alpes y los prejuicios.
Desde adentro
Es difícil escapar del encanto de Berna. Esta ciudad de ciento treinta mil habitantes, cuyo tercio de superficie está compuesto por parques públicos y bosques, tiene una historia rica que va desde su fundación en 1191 a su presente como capital de Suiza, y que no puede dejar de interesar a sus visitantes. No hace falta lanzarse de lleno sobre los libros para conocerla sino recorrer las calles de la ciudad que respetan la traza medieval y cuyas arcadas constituyen el mayor mercado cubierto (seis kilómetros) de Europa. Esas calles están cubiertas de flores durante todo el año y convergen, en su mayoría, en el puente Nydeggbrücke que atraviesa el río Aare. Una interesante vista de la curva que éste hace a la altura de la ciudad, envolviendo todo el casco antiguo, puede obtenerse desde la torre principal de la catedral.
Esta es uno de los principales ejemplos del gótico tardío en Suiza (notable su sillería de 1523) y la iglesia más importante de la ciudad, aunque también merecen visitarse las otras (especialmente la pequeña iglesia junto al puente Untertorbrücke), así como el Parlamento, la antigua Intendencia en estilo gótico, el casino y la casa de Albert Einstein (donde elaboró su famosa teoría de la relatividad) y las torres medievales, antiguas puertas de la ciudad: la Torre de la Prisión y la del Reloj, ambas en la calle del mercado o Marktgasse. En la última un famoso juego de figuras de 1530 se pone en marcha cuatro minutos antes de cada hora.
Es indispensable entrar en los maravillosos museos de Berna. Hay siete, entre los que se destacan el enorme Museo de Bellas Artes que alberga la mayor cantidad de obras de Paul Klee jamás reunidas, y el de la Ciudad. Los interesados en el esquí y los deportes de montaña tienen aquí el Museo Alpino, aparte de la excelente oportunidad en invierno de partir en excursiones diarias para esquiar en las afueras. Los interesados en las armas de fuego encontrarán muy productiva la visita al Museo Suizo del Rifle.
Se la visite en verano, para nadar en el río o ver en el Bärengraben a los osos que son el símbolo de la ciudad, o en invierno, para disfrutar de sus cafés y de las montañas de los alrededores, Berna tiene un encanto del que es difícil abstraerse y que a menudo resulta difícil de explicar. En sus calles antiguas lo que destaca son las notables fachadas de piedra arenisca y sus fuentes antiguas en forma de columna rematada por una estatua (bellísima la de Sansón). Enorme cantidad de ellas que desafían a los amantes de la errancia que deseen saber su número exacto. Yo he contado once. El lector seguramente corregirá esa cifra.