Año CXXXIV
 Nº 49.018
Rosario,
domingo  04 de
febrero de 2001
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Cuentos de verano: La gente del vidrio

Delia Crochet

Ya no me dan las piernas, parece pensar Avelino a juzgar por la expresión de la cara, y por el modo en que recorre con los ojos la escalera desde el primer escalón donde ha puesto el pie, demorándose en las macetas vacías que nunca quiso sacar después de la muerte de su mujer. Algo se lo impedía, mientras los geranios se secaban como se secaron los helechos del patio, y él se quedó sin el olor de la tierra regada y los mates dulzones de la tarde, algún platito de buñuelos que ella le subía de vez en cuando al taller, tapados con una servilleta, tibios, y su compañía, un ratito nada más, porque no podía estarse quieta su mujer. Enseguida se ponía a refrescar la terraza, y la escalera, que ahora luce descolorida pero que entonces estaba pintada de rojo.
Inmóvil en el primer escalón, Avelino recuerda el ruido del agua resbalando hacia el patio y el chasquido de la escoba, sí, eso es lo que recuerda, a juzgar por la expresión de añoranza. Y el desánimo que le produce enfrentar la ascensión, tomado de la baranda, con el viejo overol y los mocasines mochos y gastados. Titilan en la cara los sentimientos del hombre; la pena de cargar con el cuerpo cansado en ese espacio desjugado y marchito, un espacio que dejó de drenar hace tiempo, y que se ha vuelto amarillento, sin savia. El teléfono ha dejado de sonar, los hijos se desbandaron, ya nadie viene a traerle trabajo.
El silencio lo envuelve. El silencio y la idea de la muerte. Sin embargo sigue subiendo la escalera como hace ahora para ir al taller, a remover herramientas, a pasar las horas. Busca restos de materiales, como la varilla de opalina blanca que acaba de encontrar, y que hace girar entre los dedos, sumido en sus cavilaciones. El mundo se ha vuelto extraño para él. Es un mundo de vendedores con maletines y corbatas que se aflojan con el correr de las horas, y en el que nadie muestra interés por los oficios. Un largo suspiro sale de la boca del hombre mientras prende el soplete.
-Cada vez hay menos gente que sopla el vidrio -dice, con un dejo de resignación.
Tendría que haber contratado un aprendiz hace mucho tiempo, piensa. Enseñar todo lo que sabe antes de que se pierda para siempre. Ahora es demasiado tarde. Ahora apenas puede pagar el oxígeno y el gas.
El polvo cae sobre los estantes como una mortaja opacando los contornos, combas y volutas, los delicados cuellos, las mórbidas formas de los vidrios verdinegros, violáceos, púrpuras y nacarados, salidos de sus manos.
-Cada vez hay menos gente que sopla el vidrio -repite.
La mano pálida y con marcas de quemaduras aproxima la llama del soplete a la varilla de opalina, convirtiéndola con movimientos precisos en una diminuta bailarina desnuda, mientras las campanas de Nuestra Señora del Carmen comienzan a sonar. Avelino levanta la cabeza. Con ojos críticos observa el cielo recortado por la ventana. Le habría gustado ser testigo de la fusión que le dio origen, porque para él, el cielo bien podría ser una bóveda de vidrio. Comparándolo con la cúpula celeste veneciana del campanario, el cielo se ve empalidecido. A menudo se queda hasta el oscurecer, esperando que se enciendan las vidrieras del presbiterio. El resto de la iglesia es tapado por la mole cegadora de un edificio pintado de blanco.
A un costado de la mesa hay un vaso rojo almagrado al que está destinada la figura soplada. Avelino la levanta. En el cuenco de la mano, la bailarina blanca apenas ocupa la palma, repantigada y desnuda ante la mirada de su creador. Las piernas flexionadas, los brazos en arco, pronta a enredarse en una de la asas, mientras por el pasillo se filtran ruidos chirriantes, gritos, corridas y sirenas sin que Avelino se inmute. Algo pasa afuera. No se le escapan los grandes trancos en la escalera cuando comienza a soldar la figura, ni los manotones que sacuden la baranda, ni el sonido oscuro y tembloroso del hierro sublevado prolongado en el aire. Alguien corre en la terraza. Pero ni siquiera entonces levanta la cabeza. Desde la muerte de su mujer dejaba la puerta abierta y los clientes lo sabían. De pronto el taller es invadido por un jadeo violento.
-Ya termino -dice sin mirar al intruso. Sólo cuando la figura ha quedado liada al vaso se da vuelta y lo descubre.
El pelo negro y crespo le cae sobre la cara. La remera le baila en el pecho agitado. La navaja es sostenida floja, como si no estuviera acostumbrado a usarla, o como si las cachas le quemaran, o como si no supiera cómo deshacerse de ella. Avelino entra en el espacio de olor animal que lo circunda. Los ojos se le disparan hacia la escalera. Parece desconcertado ante la mirada impasible del hombre que no muestra signos de temerle, porque, a juzgar por la expresión de Avelino, sólo se trata de un raterito, un pobre, uno de esos chicos sin escuela y sin oficio que sobrevive abriendo las puertas de los autos o, tal vez, robando pasacassettes. Pero el desconcierto cede pronto. El intruso tiene otra prioridad. Su atención está puesta en la escalera, en cualquier posible ruido. De pronto se pone a temblar de un modo incontenible. Avelino advierte el chorro sobre la zapatilla. Lentamente, el jean se va humedeciendo.
-Tranquilo -le dice. Ya se fueron.
-¡Callate!
Avelino obedece. Pasan unos minutos. La calma ha retornado en la calle. Se les escapó, parece decir el gesto de perspicacia en la cara del hombre. No es peligroso. No puede serlo. Para no irritarlo se vuelve hacia el vaso, levantándolo hacia la luz que entra por la ventana.
-¿Qué mierda es eso?
-Cosas que yo hago.
-¿Vale algo?
-¿Qué?
-Eso -dice con ademán brusco el chico, señalando los vidrios de los estantes con ojos escépticos. Avelino intenta incorporarse.
-¡Quieto, viejo, que te achuro!
-Quería mostrarte.
-Metete en el culo tus cachivaches. Dame la plata.
-No tengo plata. Qué voy a tener plata si soy jubilado.
El chico le pone la navaja en el cuello. Después de un momento, con desgano, Avelino levanta el brazo.
-Ahí. En esa caja de lata.
El chico la toma y saca unos billetes.
-¿Esto es lo que tenés? ¿Dónde hay más?
-No hay más. No hay más -le dice moviendo la cabeza a izquierda y derecha. Recién ahora ve lo que hay en esos ojos. Enseguida recibe un violento codazo en las costillas. El chico empieza a tirar al suelo las piezas sopladas.
-¡No hagás eso! ¡Por favor!
Pero la tarea continúa. Una gruesa lágrima serpentea las arrugas de la cara del hombre.
-Por favor, no los rompás. Llevátelos si querés. O si preferís te enseño a soplar.
-¿A qué? -pregunta el chico.
-A soplar el vidrio. Vos podés. Mirá qué buenas manos que tenés.
Por un momento el chico detiene su obra de destrucción y lo mira.
-Pensalo. Pensalo. Yo te puedo enseñar. Podés ganarte la vida sin tener que andar en la calle.
-Basta, viejo. Me estás cansando -dice, tirándole un puntazo que atraviesa la pechera del overol.
-Yo... yo te quiero ayudar. Podés quedarte con... migo.
El chico le tira otro puntazo más profundo. Avelino siente que la vista se le enturbia. La cabeza le cae hacia atrás mientras en el piso crujen los vidrios pisoteados. Anochece cuando el chico atraviesa corriendo la terraza y baja la escalera rumbo a la calle, y a él se le confunden sus pasos con otros pasos y con chasquidos de escoba y el sonido del agua deslizándose, deslizándose en la creciente oscuridad. Con un parpadeo súbito se encienden las vidrieras del presbiterio y un cántico pequeñito y lejano se alza en su interior. Es posible que haya alcanzado a ver los destellos multicolores porque el rictus de dolor cede y una expresión de beatitud acompaña el último suspiro, mientras en su pecho crece, como mala hierba, una amapola de sangre.



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