Año CXXXIV
 Nº 49.004
Rosario,
domingo  21 de
enero de 2001
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Santiago de Chile: La reina de los Andes

Nicolás García Sales

Acaricia el rocío el techo del viejo automóvil, que descansa su amanecer de domingo en la calle Cienfuegos, aquí en Santiago, mientras sacude su modorra y se recupera con pausas de la fiebre del sábado por la noche que se acaba de ir para siempre. Paredes y calles vestidas de ocre comienzan su rutina camaleónica de grises y azules hasta acariciar la luz que nace con el nuevo día.
El bar de la esquina se despereza y levanta su telón de cortinas de hierro: medialunas, bizcochos, pasteles, bizcochitos, la mesita y la ventana, el diario del día, jugo con café. Afuera, la plaza del barrio y un grupo de amigotes que vuelven de juerga disfrazados de beduino, de payaso, de Superman, de arlequín y posan para la foto, ¡click!, delante de una gigantesca escultura multicolor.

Pizcas de París y New York
Refrescantes chorros de sol inundan un prolijo callejón sin salida del barrio Brasil, donde vivió el autor de "Espejos de agua" y "Altazor", Vicente Huidobro, y en cuya casa se reunían, inquietos, todos los jóvenes poetas que supieron formar la generación del 38. Una placa recuerda al escritor. A unas pocas cuadras se encuentra la avenida Bernardo O'Higgins, vena fundamental del centro de Santiago, que tiene pizcas de París, en sus cabinas de teléfono, en sus faroles; pizcas de New York, en la zona de la Bolsa, en algunas fachadas; pizcas de ciudad de otro planeta en su imponente Torre Entel.
Policías de verde aceituna, perros dormilones, un hombre con el diario bajo el brazo... se acerca el mediodía y comienzan a despertarse algunos de los cinco millones de habitantes de la gran urbe andina, que caminan tranquilos las calles céntricas y viven las horas que pasan casi sin notarse.
Son varias líneas y un solo color, amarillo rutilante, las que componen el intenso servicio de ómnibus que recorren la ciudad. Barrio Providencia es el destino: un hombre vende sus rosas en la gran avenida, que luce serena sus coquetas casas señoriales, consulados y embajadas mimadas por el tiempo y la suerte. Unas cuadras adentro, la primavera en lo mejor de su flor: margaritas, alelíes, violetas y jazmines desparraman su encanto en jardines perfectos; damas y caballeros la mar de elegantes se pasean en familia por sus calles; guardias de seguridad, en la esquina, las puertas, los portones, velan por la tranquilidad de un almuerzo de domingo que apenas si se interrumpe con el ladrido agudo de un caniche que trota apresurado con su dueño. Cúpulas, palmeras y la cordillera nevada llenando el horizonte completan el fresco de este barrio residencial.
Sobre la avenida 11 de Septiembre se levanta moderna una Santiago de costosos rascacielos, restaurantes de cartas bien pensadas, tiendas bien surtidas con productos de los cinco continentes, shoppings gigantescos y decenas de fast foods: centro neurálgico del consumo dominguero que canta sus cines y obritas de teatro para chicos, sus ofertas y descuentos, hamburguesas, papas fritas y gaseosas, carteles bilingües y el reflejo en la vidriera de un cucurucho compartido.

La siesta
Una vieja e inolvidable canción de Víctor Jara es entonada en tren entusiasta, por un grupo pelilargo y barbilargo de incansables universitarios, que bate sus palmas y reafirma sus ideas.
A pocas calles, bordeando parques impecables, el murmullo cristalino del río Mapocho atraviesa la siesta de la Reina de los Andes, mientras fluye imperturbable y la gente que se arrima y aprovecha sus bondades: uno que pesca, el otro que silba, uno que come, el otro que duerme; en el pasto recién cortado retumba el canto del acento chileno, de familias enteras que juegan y descansan su domingo.
Hay que cruzar alguno de los tantos puentes que atraviesan el río Mapocho para llegarse hasta el cerro San Cristóbal, rodeado de inmensos parques e ilustres habitantes: monos, jirafas, tigres y leones; papagayos, patos, jirafas y pajarracos. Un zoológico funciona como uno de los grandes atractivos del lugar.
El otro gran atractivo es el funicular, un clásico. Pequeños monoambientes voladores, azules, rojos, amarillos, blancos y verdes, con capacidad para dos personas y varias bases de descanso y recambio de pasajeros, que trémulos se pasean a lo largo y a lo alto de Santiago. Nada mejor que ver desde aquí el atardecer que se adueña poco a poco de rascacielos y sus vidrios infinitos, de reflejos con sus luces y sus sombras, de la nieve que naranja y eterna se despide hasta mañana.
Aparece guapa la luna en el downtown de la gran ciudad chilena. Negocios rimbombantes que anuncian hamburguesas, pollo frito, pizzas y empanadas; van y vienen, vienen y van los pochoclos, pirulines y bombones; cines ofreciendo la última película de ciencia ficción... damas emperifolladas, caballeros discretos, retoños que se portan más que bien, todos juntos en el hall de un gran teatro. Y el frío que, extraño, no se siente y la brisa de los Andes que va abriendo el apetito.
El barrio Bellavista atrae a la bohemia de Santiago que en cálido fogón se reúne para armar la tertulia y confundirse entre vasos, besos y más abrazos. Corre la uva, corre la birra, corre el pisco, corre el champán; corren las viejas, las nuevas canciones.
Se escuchan los cuentos de un día que se va, los cuentos de los días por venir, se cuentan los cuentos por el placer de contarlos. Y en la avenida más cercana el neón que titila por doquier mientras la Reina de los Andes, satisfecha, se despide hasta mañana.



Un atardecer en Santiago desde el teleférico.
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