Año CXXXIV
 Nº 49.004
Rosario,
domingo  21 de
enero de 2001
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Francia: La buena mesa

Francia es por excelencia el país de las artes culinarias y los alimentos, donde el buen comer y el beber son un arte nacional y una referencia universal. La culpa, dicen, la tienen los galos, la Iglesia y Luis XIV.
El historiador Jean-Robert Pitte, en su libro "Gastronomie Francaise", afirma que en Galia la buena comida es indisoluble de la vida política y social, un axioma sobre el que se edificó la tradición gastronómica de los franceses y sus ancestros galos.
Al comienzo de la era cristiana el geógrafo griego Estrabón y el incansable viajero latino Varrón coincidían en "lo excelente que es la comida francesa", relatando que luego de la conquista romana las ocas del norte de Francia adquirieron tanta fama que los criados de los aristócratas guiaron grandes hasta Roma.
Los galos legaron a los franceses el deleite por las comidas compartidas y fueron los precursores de las meriendas campestres y las bodas campesinas, largas y festivas, que se refinaron en contacto con las civilizadas costumbres romanas.
La costumbre de tomar vino con las comidas o de integrarlo a las salsas, contribuyó a educar el paladar de los franceses. El chef alsaciano Emile Jung dice que "una salsa con vino es una compleja armonía de acideces que incitan al perfeccionamiento, abren el apetito y hace que los manjares sean mejores".
La evolución de los vinos franceses fue junto con los avances técnicos, sobre todo bajo la influencia del clero y las órdenes monásticas. Gracias a ellos la vitivinicultura francesa sobrevivió a los períodos de invasiones de la alta Edad Media.
En el medievo la comida se basaba en las duplas dulce y salado, agrio y dulce, y se hacía con alimentos de origen vegetal, a la vez que el pan se comía duro y servía para realzar una especie de sopa -el brouet-, que también llevaba tocino.

Costumbres renovadas
Con el Renacimiento y los viajes de Colón llegaron verduras desconocidas como las judías y las patatas, que en Francia reemplazaron a las habas. Y también "el gallo de Indias", en realidad el pavo, que destronó al pavo real y revolucionó las costumbres, imponiendo el uso del tenedor.
Pero la "gastrolastria", sinónimo de glotonería y palabra usada por Rabelais, el autor de Pantagruel, se atenúa a partir del siglo XVI, más allá de que persistían las numerosas fiestas agrarias y litúrgicas que servían de pretexto para el jolgorio.
En ese tiempo la noción de gastronomía comenzó a forjarse en Francia alrededor de la idea del placer de la mesa, en buena y grata compañía. Esta afición al buen comer y el buen beber resistió el despertar de la conciencia individual -pesimista y austera- que llegaba a Europa a comienzos del siglo XVI con la Reforma.
La Iglesia se mostró indulgente con este "pecado", porque la gula era una válvula de escape para no caer en otros vicios que consideraba más graves. Al mismo tiempo, el desarrollo de la imprenta permitió difundir obras dedicadas a la cocina, que no incluían tiempo de cocción ni proporción de los ingredientes.

Apogeo con Luis XIV
Pero la cocina francesa esperaba un adecuado marco político que llegó con la monarquía y el apogeo absoluto de Luis XIV en el siglo XVII. La abundancia de platos comenzó a reflejar la estructura política piramidal que culminaba en el rey.
La comida se tornó suntuosa y se la exhibió de manera teatral. Ese rey y ese siglo le confirieron refinamiento a las costumbres cortesanas. Saint-Simon, cronista de la corte, le rindió homenaje en sus relatos "al monarca de gran apetito, creador del servicio a la francesa, donde todos los platos se servían al mismo tiempo y cada comensal tenía un lugar preciso alrededor de la mesa".
Para el historiador Anthony Rowley, Luis XIV le confirió a la gastronomía francesa supremacía nacional, que además cultivaba el arte de la conversación en la mesa. Porque en Francia se habla de lo que se come, una costumbre que sorprende a los extranjeros.
Así las cosas, con la comida como instrumento de gobierno y de influencias políticas, la otra revolución culinaria llegó en el siglo XVIII cuando el cocinero francés Beauvilliers abrió en París en 1765 un bouillon, considerado el primer restaurante.
El cocinero instaló a los clientes en mesitas cubiertas con manteles, una forma de "comer afuera" que estalló entre 1790 y 1814, cuando los aristócratas huyen al extranjero y sus cocineros, desempleados, abren estos lugares. Se puede afirmar que la Revolución Francesa saca la cocina a las calles.
En los nuevos platos las especias son reemplazadas por plantas aromáticas francesas como chalota y cebollino, y también por anchoas y trufas. El sabor agridulce perdura, pero lo que se convierte en signo decisivo de la gran cocina francesa es la mantequilla, que ya era parte de la noble cocina italiana.
La III República (1870 a 1940) llega con una cocina más consistente y burguesa, a la que precede en los años 70 la aparición de la nouvelle cuisine, que introduce la preocupación por la dietética. En ese punto, Paul Bocuse, los hermanos Troisgros y Alain Chapel escribieron otra historia.



Los parisinos conocen muy bien el arte del buen comer.
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