Marcelo Birmajer
Al sonar el timbre del despertador intenté memorizar la fórmula para resolver ecuaciones de ejes cartesianos. No lo lograba. Sin duda me aplazarían. El profesor Gomenzoro y la profesora Martiarena me mantendrían en tercer año hasta cumplir los ochenta, no ellos, que no les faltaba mucho, sino yo, que tenía quince. Pegué un puñetazo sobre el reloj y al cesar el sonido abrí los ojos: el espectáculo de la aurora barilochense me alivió. No tenía 15 años ni examen alguno, sino 32 y estaba de vacaciones. ¿Entonces por qué me despertaba a las seis de la mañana? Porque, según la guía, era la única hora en que las nubes descendían y permitían ver los rostros de piedra que forman los picos de las montañas: el bebé narigón, el indio conflictuado y el oso con gripe. Bajé a desayunar. En el comedor, una vez más, sentí el peso del error cometido al emprender este viaje solo. El resto del tour eran parejas en luna de miel. En un principio me había dado tanta vergüenza que pensé en fingir que tenía una esposa deprimida, que no deseaba bajar a desayunar ni hablar con la gente ni hacer viajes. Pero me pareció una actitud poco probable para una recién casada, por más que yo fuera el marido. Otra idea era hacerme pasar por viudo, decir que mi esposa había muerto no bien casados, y ya comprado el viaje no lo quería desperdiciar; a esta idea la descartaba por el temor de que los pasajeros realmente la creyeran. El tercer recurso, que concreté, fue proponerle luna de miel a la guía turística, quien me replicó que para ello hacía falta que primero le propusiera matrimonio, cosa que hice y a la cual se negó. Después de todo, ¿por qué debía darme vergüenza ser un hombre solo en un contingente de recién casados? La respuesta era que en uno de los paseos le había dicho "sí, querida" a la ventana del ómnibus. En el comedor, un hombre se quejaba: "Estos paseos son siempre iguales, están tan organizados que parecen el servicio militar. Si uno dice que tiene gripe y desea quedarse en el hotel, le mandan un visitador médico para que lo verifique". Para integrarme al grupo, le contesté: -No es obligatorio, puede pasear por su cuenta. -Avise -me respondió la esposa-. Quedarse sola es el opio. Más con éste. -De todos modos es muy temprano -dijo otra reciente señora-. Parece la escuela. -Sin ir más lejos hoy soñé que debía rendir cálculo cartesiano -comenté. -Yo todavía no lo rendí -contestó la dama. -¿Por casualidad sus profesores eran Martiarena y Gomenzoro? -pregunté. No me contestó. Una hora más tarde llegó la guía y subimos al ómnibus. -Nos levanta a las seis y media y llega a las ocho -le reprochó una rubia. -Los que están de vacaciones son ustedes -respondió la guía-. Yo vine a descansar. Por fin, salimos a disfrutar del arte de las montañas. Yo no sé a qué llamarán ustedes vacaciones, pero hallarse soñoliento y tratar de vislumbrar el atisbo de una figura en un caos de roca, mientras la guía afirma que "el oso con gripe" hoy se ve clarísimo, no es la definición que me convence. Desde niño creo que las constelaciones estelares y las formaciones rocosas son un invento de los profesores del campamento y las guías turísticas. He pasado noches enteras tratando de armar la Cruz del Sur en el cielo, tirado en el pasto húmedo, mientras mis compañeritos decían sin convicción: "Sí, sí, ahí está", y el profesor nos mentía escandalosamente afirmando que, si alguna vez nos perdíamos, siguiendo el rumbo marcado por la cruz llegaríamos a destino. Me han contado de marineros que, habiendo concurrido de niños a cientos de campamentos, acabaron creyendo y se guiaban por las estrellas: hoy son los famosos náufragos que aparecen en los chistes. Ahora la guía se estaba encargando de hacernos creer que efectivamente esas piedras formaban la cara de un indio conflictuado. "En la década pasada el indio estaba alegre, pero un movimiento sísmico le cambió la expresión. Se espera un nuevo cambio de mueca para el próximo decenio, ante otro movimiento rocoso o atención psiquiátrica". A las palabras de la guía los recién casados respondían haciéndose arrumacos o desoyéndola. Yo hubiese besado el cenicero con tal de no escucharla más. Como me veía solo y atento, se esforzaba en convencerme. "Las rocas de esta zona son particularmente blandas, por eso los lugareños las usan como manteca, tanto para preparar huevos fritos como para untar". "Esa piedra que ven allí, a la izquierda, tiene 25 millones de años -siguió diciendo-. La leyenda dice que con ella Caín mató a Abel, David a Goliat y que Dios la puso en la Argentina para que deje de hacer daño, seguro de que aquí no iba a nacer nadie importante". Lamentablemente, no veía la piedra. Qué lástima no ver una piedra tan fundamental; tal vez me la presentaran en otra oportunidad. La guía continuaba señalando puntos inexistentes; como guía turística era un fracaso, pero estábamos ante una gran poetisa. En determinado momento me perdí, ya no escuché las explicaciones ni traté de entenderlas; mirando el paisaje comencé a cantar en voz suave algunas coplillas de mi niñez: "No te casés, no te casés, el casamiento es una estupidez, triste final, triste final, ya te casaste con un animal". Se ve que sin darme cuenta empecé a cantar en voz alta, aun más alta que la de la guía, porque de pronto me vi increpado por un fornido mielero que se lo había tomado a pecho. -No, no me refería a usted -le dije-. Que usted se haya casado no es una estupidez sino un milagro. Interpretó bien mis palabras y nos fuimos a las manos. No sólo a las manos: en un instante el hombre estaba machacándome el hombro y a duras penas yo lograba morderle la rodilla. El resto del pasaje se dividía entre quienes lo alentaban y quienes querían ayudarlo. Por suerte, la guía puso calma para salvarme. -Atención -gritó-. ¡Ya mismo parada para comprar souvenirs! Como todo lo que había dicho hasta el momento, eso también era una completa falsedad. Entre ella y el chofer se las vieron negras para hacerles creer a los pasajeros que los pedruscos de las orillas del lago Nahuel Huapi eran comercializables. Tuvieron la deferencia de cobrárselos baratos. Cuando retornamos al micro, le dije a la guía: "Entre los indios, si uno le salva la vida al otro, quedan unidos para siempre". -Sí -me contestó-. Y así es como el que en principio lo salvó, luego lo termina matando. Yo traté de reírme, pero mi salvadora ya estaba explicando que esa redonda bola amarilla en lo alto del cielo era el famoso "sol", que solía aparecer de día en Bariloche. Sé que es un lugar común hablar mal del casamiento y de las vacaciones. Les cuento mis lindas vacaciones en Bariloche porque me parece entretenido haberme anotado sin saberlo en un contingente de lunamieleros. Es como confundirse y entrar en un baño de mujeres, y que desde uno de los compartimentos un hombre te diga que te vayas. Nunca voy a entender por qué la gente respeta a los enamorados, cuchichea acerca de los recién casados y se ríe a carcajadas de los matrimonios. ¿Será porque los hombres engordan, por los ruleros de las mujeres o porque a los parientes todavía les dura la borrachera de la fiesta? Luego del largo paseo, volvimos al hotel. Llevábamos en nuestra memoria el espectáculo inenarrable de la magia del paisaje barilochense, el cual se nos borraría de inmediato en caso de perder la postal en donde estaba anotada la frase precedente. Estamos sobre el final del relato y quiero dejarlos tranquilos. Me casé con la guía. Nos fuimos de luna de miel a Mar del Plata y yo le inventé un par de constelaciones marítimas: -Esa ola cruzada con esa otra, al mediodía, forman "el delfín trufado". A diferencia de Bariloche, allí el sol sí hubiese sido un acontecimiento, pero llovió los veinte días del viaje. La lluvia no forma animales ni indios, y es muy buena para no ver nada en compañía.
| |