La imagen es nítida. Las ventanas abiertas dan a la noche de verano y bajo la luz que esparce la lámpara salvavista mi padre, con los anteojos puestos, lee un libro voluminoso, que para los ojos de mi infancia parece infinito.
Ya en ese entonces la curiosidad pudo más. El chico que era yo no tardó en descubrir el título de ese mamotreto (para él, para mí, el volumen más impresionante de los que integraban la biblioteca de la familia) y en intuir sus profundas, misteriosas resonancias. "En busca del tiempo perdido", se leía en el imponente lomo.
Las dos mil ciento ochenta páginas en fino papel biblia escondían un secreto que el futuro prometía revelar. El chico sabía que algún día leería lo que ahora sólo podía ver de lejos, que alguna vez penetraría en lo que ahora apenas alcanzaba a acariciar. Sin que nadie se lo hubiera dicho nunca, comprendía aquel ineludible -aunque dulcísimo- mandato.
Treinta años más tarde, quien escribe estas líneas descuidadas tiene entre sus manos una nueva versión de ese tesoro. En la clásica (y querida) colección Palabra en el Tiempo, Lumen acaba de editar el primer tomo de los famosos siete, el primer río que va a desembocar en el oscuro mar proustiano.
"Por la parte de Swann" es el título, y aquí se produce el primer gesto de extrañeza. Bajo la foto del Proust niño que se ve en la portada, surge -tan significativo como sigiloso- un dato clave para aclarar el enigma: "Traducción de Carlos Manzano", dice.
La marca del narrador
Obra madre, rito de iniciación a la cultura occidental, "A la recherche..." es uno de esos textos que nadie puede o quiere confesar no haber leído. Y si lo hiciera, salvo raras excepciones, lo hará para admitir una falta imperdonable y prometer su rectificación urgente. La obra magna de Proust forma parte, sin dudas, de esa extensa nómina de libros que tantas veces son comprados y no abiertos, aunque sí amorosa, estérilmente colocados en estantes de una bienpensante y bien pensada biblioteca, en el lugar ocupado por la mala conciencia. Pero el temible y temido desafío es un universo de tiernas maravillas que está allí, al alcance de las manos, los ojos y la vida. Quien haya entrado en él, ya no saldrá. Quien lo haya descubierto, será el conquistado.
La parte y el camino
Reabro mis cuadernos de notas, llenos de huellas de antiguas lecturas. Y allí encuentro a Proust, me reencuentro con Swann. Pero, ¿qué descubro? ¿"La parte" o "el camino"?
La enigmática pregunta resulta transparente para quienes conocen de memoria el título en castellano del primer volumen de la única traducción hasta ahora disponible de "En busca del tiempo perdido", la misma que en 1947 publicó la editorial argentina Rueda, mucho más tarde reeditada por Alianza con el incómodo formato de bolsillo, en traducción (parcial) del notable poeta español Pedro Salinas.
Y allí, en ese libro llamado "Por el camino de Swann", es posible leer cosas como esta: "Muchas veces, a la orilla del río y entre árboles (hola, Hemingway), nos encontrábamos una casita de las llamadas de recreo, aislada, perdida, sin ver otra cosa del mundo más que la corriente que bañaba sus pies. Una mujer joven, de rostro pensativo y velos elegantes, raros en aquellas tierras, y que indudablemente había ido allí a «enterrarse», según la expresión popular, a saborear el amargo placer de que allí nadie supiera su nombre, y sobre todo el nombre de aquel ser cuyo corazón perdió, se asomaba a la ventana cuyo horizonte acababa en la barca amarrada a la puerta. Alzaba, distraída, sus ojos al oír por detrás de los árboles de la orilla voces de paseantes, que, aun antes de verlos, estaba ella segura de que nunca conocieron ni conocerían al infiel, de que nada tuvieron que ver con él en el pasado ni tampoco en lo por venir. Sentíase que en su gran renunciar había cambiado voluntariamente unos lugares donde al menos hubiera podido ver de lejos al amado por éstos que nunca pisara él. Y yo la veía, al volver de un paseo, en caminos por los que sabía ella muy bien que nunca habría de pisar el ausente, quitarse de las manos resignadas unos guantes muy largos de desaprovechada gracia".
Perdónese lo extenso de la cita, pero acaso sea la única manera de transmitir con precisión algunas de las múltiples facetas del genio proustiano expuestas en las páginas de "... Swann". Y es que tanto la agudísima capacidad de observación de tipos y caracteres humanos como su inimitable ejercicio de la introspección componen la policromática gama; pero cómo excluir la gracia cuando se acomete la descripción de paisajes -ese arte olvidado en la era audiovisual- o el don de generar microrrelatos (como el anterior) dentro del complejo, multiforme tejido de la novela.
Y a todo esto debe sumársele una característica que el francés comparte con escritores del universo germano como Thomas Mann, Robert Musil o Hermann Broch: la inclusión (en la ficción) de fragmentos casi ensayísticos, signados por una personalísima visión y el profundo conocimiento de la filosofía, la literatura, la música y la plástica.
¿Y los personajes? ¿O acaso alguien, después de leer "...Swann", será capaz de olvidar a la frágil y frívola, lánguida y lasciva, jamás querible aunque siempre querida Odette?
Los dominios de la prosa
Sin embargo, la marca de Proust es otra: se trata de aquello que, a falta de palabras mejores, suele denominarse "estilo". Porque, en realidad, es su prosa lo inconfundible: esas cláusulas larguísimas, cargadas de subordinadas, frondosas y llenas de derivaciones pero simultáneamente ajenas -magia pura- al descontrol. Y entonces la traducción se torna un factor decisivo.
Y ya dentro de ese terreno, por qué no arriesgar ciertas definiciones. Es posible decir, por ejemplo, comparando a Lumen con Alianza, a Manzano con Salinas, que el primero resulta más limpio, más preciso, más directo, más coloquial. Y que, además, su léxico respira mucho más cerca del nuestro que ese castellano a veces preciosista y culterano del que suele adolecer -también en su obra poética- el creador de "Razón de amor" y "La voz a ti debida". Sin embargo, el poeta que traduce supera al traductor profesional en un detalle tan crucial como imperceptible: la música. Ocurre que no existe prosa de valor que no posea ritmo, peso, color y aroma propios. Y en retransmitir esas tan inaprensibles como celestes cualidades es donde brilla Salinas, porque así como sus elecciones resultan siempre más riesgosas que las de Manzano es su valentía, justamente, la que alumbra frutos memorables.
La certeza del futuro
Proust, claro, sabía muchas cosas, sobre todo acerca de su trabajo y los resultados de ese trabajo, la obra. Y así escribió, en el tomo que sucede a "...Swann", "A la sombra de las muchachas en flor": "El motivo de que una obra genial rara vez conquiste la admiración inmediata es que su autor es extraordinario y pocas personas se le parecen. Ha de ser su obra misma la que, fecundando los pocos espíritus capaces de comprenderla, los vaya haciendo crecer y multiplicarse. Los mismos cuartetos de Beethoven son los que han tardado cincuenta años en dar vida y número al público de los cuartetos de Beethoven, realizando de ese modo, como todas las grandes obras, un progreso, si no en el valor de los artistas, por lo menos en la sociedad espiritual, en la que entran hoy ya muchos de esos elementos imposibles de encontrar cuando nació la obra, es decir, seres capaces de amarla. Eso que se llama la posteridad es la posteridad de la obra. Es menester que la obra de arte cree ella misma su posteridad. Y si la obra se guardase en reserva y sólo la posteridad la conociese, ésta ya no sería para dicha obra la verdadera posteridad, sino sencillamente una reunión de contemporáneos que vive cincuenta años más tarde. Es, pues, menester que el artista, si quiere que la obra pueda seguir su camino, la lance donde haya bastante profundidad, en pleno y remoto porvenir".
No hace falta ser demasiado sagaces para comprenderlo, para agradecer que así haya sucedido. Ese porvenir somos nosotros.