Año CXXXIV
 Nº 48.996
Rosario,
domingo  14 de
enero de 2001
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Editorial
El rechazo al diferente

Por atavismos que arrastra desde épocas inmemoriales, el hombre en general padece de una tendencia hacia el rechazo del diferente. Una tendencia que se manifiesta de distintas maneras, aun cuando en la mayor parte de la existencia individual pueda presentarse larvada. Es que, por su propia condición, el diferente incomoda siempre. Y a veces lo hace de manera profunda, pues posee la capacidad de convertirse en un espejo en el que, inconscientemente, puede reflejarse la imagen de aquel que lo enfrenta.
Ese atavismo, a lo largo de los siglos muchas veces exacerbado por ignorancia o intereses religiosos, políticos y sociales, en no pocas oportunidades adquiere la forma de la discriminación lisa y llana. Puede decirse que la discriminación es una especie de institucionalización del rechazo hacia el diferente. Esto porque se trata de una actitud que, liberada ya la pulsión que le otorga esencia del dominio de la intimidad que la contiene, genera consecuencias en los otros. Es decir, reconociendo como tales otros al diferente propiamente dicho y a todos aquellos que, con mayor o menor grado de indiferencia, carecen del complejo de inferioridad de la intolerancia.
Más allá de las consecuencias inmediatas que padecen aquellos a los que está destinada, la discriminación representa también una advertencia para el resto. Quien discrimina -no importa cuánto, dónde ni por qué- indica con claridad que con él hay algo que no se puede; verbigracia, la aceptación social (o religiosa, o política) de aquel que no es como uno.
Podría decirse que, con mayor o menor grado de conciencia, la lucha del hombre contra la discriminación (al menos de algunos hombres) es tan vieja como la humanidad misma. Tal cual sucedió con la ciencia, sus avances al comienzo resultaron lentos. El paso del tiempo, el progreso del conocimiento y la empecinada lucha de muchas mentes esclarecidas -felizmente, cada vez son más- están poniendo, poco a poco, las cosas en su lugar. Es decir, resulta cada vez más extendida y profunda la repulsa social y el reproche legal que generan las manifestaciones de discriminación. Manifestaciones que no sólo tienen que ver con el color de la piel, las inclinaciones sexuales, las dolencias que se padecen o la vestimenta que se luce, sino que también alcanzan, como sucedió hace un tiempo en una confitería local con una joven excedida de peso, hasta el físico con que, sin pedirlo, a uno lo ha dotado la naturaleza.
Si bien el progreso en la materia es notable, la batalla no está ni por asomo ganada. Aún falta mucho camino por recorrer, que será tan despejado como cada uno asuma, con empeño militante, su propia responsabilidad. El de la no discriminación es un derecho humano sobre cuya preservación todos tienen algún grado de responsabilidad, tan ineludible como para con los restantes.


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