| | Editorial Educar contra la violencia
| Entre otros aspectos condenables, el año recientemente concluido será recordado como el de mayor peso en cuanto a violencia escolar. Este fenómeno social de complejísimo trama, con aristas que tienen que ver con la familia, la situación económica, la cultura, los pésimos ejemplos que, con absoluta impunidad, surjen de la política y otros ámbitos sociales tuvo su momento culminante con la tragedia de Olavarría. Fue cuando la profesora de física Maritza Teresa Prezzoli acabó muerta de una puñalada que le propinó uno de sus alumnos, un adolescente de 14 años hasta ese momento de conducta normal, a quien le había comunicado que estaba aplazado. Ese crimen fue el hito culminante de un año signado por insólitas manifestaciones de violencia. Entre otros ejemplos que pueden rastrearse se cuentan el del estudiante que en Mendoza hirió a un condiscípulo en la pierna izquierda con un revólver calibre 22; las tres chicas que en Mar del Plata golpearon salvajemente, en apariencia por celos, a una compañera que terminó hospitalizada; la alumna de octavo grado de un colegio de Ensenada que, armada con una trincheta, tajeó el rostro de una compañera, y el estudiante de 18 años que, frente a su escuela de Rafael Calzado, hirió de bala a tres compañeros de clase. A ellos cabe agregar el caso de la nena de 12 años que en un establecimiento de nuestra ciudad perdió un ojo como consecuencia de haber recibido un reglazo destinado a otro chico. Todos estos ejemplos, más otros que, por supuesto, han quedado en el tintero, permiten apreciar que algo grave está aconteciendo entre los escolares de la Argentina, o por lo menos entre los de los grandes centros urbanos. La importancia del tema, fundamentalmente en cuanto a su proyección sobre el futuro de la sociedad -los adolescentes de hoy serán los jóvenes de mañana y los adultos de pasado, en cuyas manos descansará el conjunto de la sociedad-, obliga a un estudio científico y sostenido de las causas motoras de situaciones como las señaladas. Lo mismo respecto de sus posibles soluciones, que sin más demoras hay que decidir y llevar a la práctica. De no proceder de la manera señalada, no es de extrañar que en poco tiempo más, apenas comenzado el ciclo lectivo venidero, haya que lamentar nuevas desgracias. Es que la violencia constituye una enfermedad social demasiado compleja, que cuando se desata cuesta mucho combatir. Está claro que, entre otras medidas terapéuticas, se requiere la educación de los jóvenes en el respeto absoluto de la integridad del otro, que siempre y en toda circunstancia es sagrada. De manera inescindible, tal educación compete tanto a la escuela como al hogar.
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