El escándalo más grave que soportó la Argentina desde el regreso de la democracia va camino a quedar sepultado por la conocida fórmula de la impunidad. El fallo del juez Carlos Liporaci (dictando la falta de mérito de los once senadores que habían sido involucrados en el affaire de las coimas) resultó tan escabroso como la falta de reacción del gobierno, de casi la totalidad de la clase política y de buena parte de la prensa.
El caso que derivó en la renuncia del vicepresidente de la Nación, del jefe de la Side, del presidente provisional del Senado, de los jefes de los bloques oficialista y del PJ y del ministro de Trabajo parece que hubiese ocurrido en otro tiempo y en otro país. La ola que hizo modificar casi medio gabinete vuelve hoy trayendo pura espuma a punto de desaparecer. El magistrado que declaró tener indicios graves y concordantes sobre la existencia de coimas es el mismo que resolvió que nada había pasado; el mismo senador que admitió haber recibido sobornos sigue manteniendo su banca. El terremoto político que sacudió al país parecer haber quedado allá lejos y hace tiempo.
Después de la tormenta
Aun con la indiferencia dirigencial, la cuestión dejó su huella en la gente y se hará notar (¿se hará notar?) en los próximos comicios legislativos. De acuerdo a una encuesta del Instituto de Desarrollo Regional (IDR), más de la mitad de los rosarinos consultados, o bien no saben a qué partido votar en una eventual elección a senador nacional, o bien afirman que lo van a hacer en blanco.
De acuerdo al revelador muestreo, nunca como ahora el Congreso nacional alcanzó la peor imagen institucional comparada. Solamente el 2,5 por ciento de los consultados tiene una opinión positiva del Parlamento. El 57,3 hizo una valoración negativa y el 34,3 merituó que la imagen es regular. El escándalo de los sobornos {como consigna el meticuloso trabajo) produjo un efecto arrastre que impactó, además, en la Cámara de Diputados y en la Legislatura santafesina, con solamente el 3,5 por ciento de consideración positiva.
Más allá de la danza de números, el contraste entre el silencio ominoso de la mayor parte de la dirigencia (con las excepciones honrosas de Carlos Chacho Alvarez, Horacio Usandizaga y Antonio Cafiero) y el repudio de la gente debería hacer entrar en razones a quienes creen tener un bill de indemnidad, otorgado por los fueros legislativos o la resolución de un magistrado que, vaya paradoja, también está sentado en el banquillo de los acusados por presunto enriquecimiento ilícito.
El escándalo del Senado también contribuyó enormemente para que la Alianza perdiera el único capital político que le quedaba después del impuestazo, la rebaja de salarios y la reforma laboral: su promesa inquebrantable de luchar contra la corrupción. Ahora todo parece reducirse a la eficacia del blindaje o a la futura irrupción de Domingo Cavallo.
La dimisión de Chacho Alvarez, (un gesto inédito en un país donde casi nadie renuncia por asco o cansancio moral) parece también haber quedado sepultada por la opinión popular que, mayoritariamente, considera que debió haber resistido desde el lugar en el que el pueblo lo designó. Según la encuesta del IDR, Chacho es hoy, junto a Carlos Reutemann, el dirigente mejor conceptuado por los rosarinos, pero casi cuatro de cada diez consultados no se sienten representados políticamente por ningún referente nacional.
La alfombra que levantó Alvarez en el Honorable Senado de la Nación (pese al actual silencio de casi todos, incluida la prensa) sigue emanando el mismo olor nauseabundo que cuando estalló el escándalo.
Justos y pecadores
En febrero próximo los legisladores volverán a sus bancas. Será una magnífica oportunidad para que los justos no queden pegados como una oblea con los impresentables pecadores. Habrá llegado el momento de que alguien pegue cuatro gritos, evite el definitivo entierro de la causa y demuestre que la nueva política es algo más que un latiguillo de ocasión. Sería un buen antídoto para desterrar la venenosa frase que tanto irrita a los políticos: Son todos iguales.
Si en este caso se verifica lo que escribió René Balestra en La Nación (la condena judicial suele tener una capacidad de reacción casi matemática en relación con las sociedades en que actúa y difícilmente esos juzgados sean diligentes en medios donde el común no condena las inmoralidades cotidianas), la política seguirá siendo un escenario amañado por la maloliente nomenclatura aferrada a las prebendas, los arribistas y los eternos buscadores de cargos.
Que el que esté libre de pecados tire, de una vez por todas, la primera piedra.