Pablo Di Masso
El viejo vasco miraba el museo desde el otro lado de la ría. Tenía la boina inclinada y un cigarrillo de papel de maíz, apagado en la comisura de los labios. Flaco y envuelto en un enorme sobretodo oscuro miraba fijamente con los ojos como tajos y las cejas arboladas. Estaba apoyado contra un parapeto, bajo la llovizna, sin importarle el viento helado que llegaba del norte. Me apoyé a su lado y miré yo también el Guggenheim. Es como un insecto del espacio que cayó sobre el puente viejo -dijo-. Aterrizó despacio, por pedazos, como si no se animara a caer entero. Al principio era como un susto urbano, pero después creció de un modo inesperado. Yo lo miré criarse desde el primer amago. Un insecto diseñado por el arquitecto norteamericano Frank O. Gehry, pero que le hubiera encantado imaginar al Kubrik elegante de 2001, porque es una auténtica odisea espacial; o al Ridley Scott de Alien, porque el bicho de volumetrías múltiples, enredado en su propia osamenta, parece el último pasajero de una ciudad lanzada a abrirse definitivamente a la ría, a recuperarse para la gente, a encandilar al turista con la metamorfosis integral que ha convertido la cicatriz de la decadente epopeya industrial en una boca sana, de sonrisa franca, moderna, restauradora y, sobre todo, feliz. Un bicho de fantasía, dijo el viejo. Y la fantasía asombra desde todos los puntos cardinales, tensa y reluciente sobre un predio de más de 30.000 m2, incrustada en uno de los extremos del puente de La Salve, atisbando la ría del Nervión. El insecto florece en una secuencia de volúmenes de formas diversas, octogonales o curvos, cubiertos de piedra caliza, enroscados bajo la protección de la milimétrica cáscara de titanio, escamosa y obstinada. La naturaleza compleja de semejante protoplasma exigió un programa de diseño por ordenador especialmente creado para imaginarlo, engendrarlo y una vez con las puertas abiertas, darle el primer aliento de vida. Vida vasca. Las obras cuentan con 11.000 m2 para su lucimiento y los ventanales las iluminan con prudencia, porque su diseño impide que la luz las maltrate. El viejo cruzó la ría y dio la vuelta al bicho para colarse en el vestíbulo generoso, escaleras abajo, de espaldas a la calle Iparaguirre. Antes, como en un ritual repetido, miró hacia lo alto. Cincuenta metros que, sin embargo, no superan a los edificios que lo escoltan, definitivamente encantados con él y con su despliegue de 24.000 m2. Es como una escultura que uno no se cree que se quede quieta, dijo el viejo. Y entró al vestíbulo, y pasó al atrio y fue él mismo un pequeño insecto orgulloso bajo el lucernario florecido; y merodeó por los senderos verticales, olfateó la atmósfera modernísima desde las pasarelas, y salió a la terraza y dejó que su cuerpo delgado, fibroso y oscuro se recortara contra el agua antes de entrar nuevamente a la entraña del gran bicho, echar un vistazo a las nervaduras de yeso y tras recorrer los tres niveles con sus 19 galerías, regresar, con paso firme y lento, a su puesto de centinela, al otro lado de la ría, reconfortado por la ciudad nueva que sigue naciendo a su alrededor. ¿Sabe? -me dijo entonces el viejo-. Lo que más me gusta es que ese bicho loco por fuera sea tan disciplinado del lado de adentro.
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