El dolor sube desde la espalda, como siempre; en la nuca se vuelve insoportable, y desde ahí se bifurca a los costados de la frente, palpitando. Cierro los ojos porque así parece que disminuye. Al fin los abro: Lidia Schultz me está mirando. Tiene la piel curtida, lastimada por arrugas que se perciben como grietas; el pelo castaño claro, con algunas canas, debe haber sido muy rubio cuando chica, como les pasa a muchos de los gringos. Puede tener entre treinta a cincuenta años; es decir, su edad es en cierto punto indescifrable. Al contarme su historia no deja de aclarar que cuando era joven y acababa de llegar a Santa Cruz de la Sierra, la confundían con una norteamericana por su largo pelo rubio, tan luego en Bolivia, sonríe. Tiene, eso sí, los ojos claros, de una especie de gris raro, transparente, aunque incluso sus ojos han envejecido. Mis padres eran de la Selva Negra -me dice-. Vinieron jóvenes; se escapaban de la guerra. No eran malos; era gente muy bruta, ¿vio? Yo, no sé, salí distinta. Verlos a ellos era como ver en un espejo, pero al revés: yo nunca quise ser así; a mi me gusta progresar. No digo nada; ni siquiera trato de disimular que me estoy secando la frente con un pañuelo de papel. El personaje me hizo acordar un poco a mi papá, por eso me gustó, confiesa sin mirarme, mientras revisa las marcas señaladas en el libro. Estamos solas en el aula, una delante de la otra, bajo la impiadosa luz del fluorescente. En el mismo edificio funciona de día una escuela primaria: las paredes tienen listones de madera de donde cuelgan láminas con dibujos infantiles y sobre un armario pintado de celeste está pegado el abecedario hecho con figuras de animales: la c de canguro, la e de elefante, la j de jirafa, etcétera. En la puerta del aula hay un cartel de cartulina en el que se lee: Bienvenidos a 2do. B. Hay olor a plastilina, a polvo de tiza y también a algo pegajoso, como caramelo. Afuera, la noche se sacude en la tormenta. La historia que Lidia cuenta tiene que ver con un viaje desde Santo Tomé hasta Santa Cruz de la Sierra junto a su primer marido, en ómnibus y trenes destartalados y polvorientos, siempre lentos, y ellos con su solo equipaje: un bolso que él cargaba, con ropa de invierno que jamás podrían usar en Bolivia (recordar este detalle a Lidia le causa mucha gracia; yo apenas si puedo sonreír) y otro bolso con el gato, que no hubieran podido dejar solo en Santo Tomé, y que ella iba a cargar durante todo el trayecto. Cuando cruzamos la frontera un gendarme preguntó: ¿Qué lleva en el bolso? Un gato, le dije. ¿Embalsamado? No, de veras, y corrí del todo el cierre y se lo mostré, dormido. Era tan bueno ese gato, le puse Antonio, por el santo; se portaba mejor que una persona. La luz del fluorescente titila, y nos encandila todavía más que hace un momento. Le presto atención al relato pero no puedo olvidar mi rutina y el cansancio: doy clases desde la mañana temprano en Santa Fe; lo único que quiero es terminar, salir de Santo Tomé, de la fatiga de esta luz; volver a mi casa, dormir. Lidia sigue recordando a su gato: Pensar que se aguantó lo más bien todo aquel viaje, pero después se me murió en Bolivia. Apunado, pienso, y eso sí me causa gracia, pero no lo digo para no parecer cruel. En medio de la noche tormentosa, suena el timbre antes de la hora habitual de salida, y retumba, estridente, en el patio bajo el tinglado y en las últimas aulas desocupadas. Con estos exámenes, pienso resignada, siempre pasa lo mismo: los alumnos empiezan hablando de las novelas, y terminan contándolo todo. Es como si la historia que esconde cada uno se pusiera en movimiento, y gente de la que yo no sabía casi nada en la víspera, que no era más que una cara y un nombre entre los demás, se vuelve protagonista. De repente, cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, incluso en sus menores detalles, adquieren importancia y las historias personales que me cuentan pasan al centro de la escena: sus historias bajo la luz del reflector, que no es otro que el fluorescente colgado del techo del aula, cualquier noche de semana en una escuela para adultos de Santo Tomé. Afuera, en el patio, las baldosas debajo del tinglado están manchadas de humedad: en estas ciudades pegadas al río el agua brota del suelo, desde los cimientos, y sube por las paredes; a veces, hasta respirar se vuelve insoportable. Los únicos salones llenos de gente, con los fluorescentes rodeados de bichos, que siguen titilando a intervalos regulares, son los de la secundaria; los de la primaria nocturna se van siempre antes de las diez (recién ahora reacciono y me doy cuenta de que la oscilación de la luz anunciaba la tormenta). A la primaria le dicen, todos, la nocturna, y al secundario para adultos, sin embargo, pese a que también se dicta de noche, no lo llaman así. Los profesores también eludimos la referencia al turno y decimos la media, por ejemplo: «Esta noche tengo clases en la media, a lo mejor para diferenciarnos de las maestras, que no dicen la primaria sino la nocturna. Cuando suena el timbre, adelantado, Lidia Schultz me mira con cara sorprendida (alguien pregunta desde el corredor: ¿Es para nosotros?). Me asomo a través de la puerta, hacia el pasillo y veo a la portera, obesa, macilenta, que hace gestos señalando el cielo: se avecina una tormenta, es más que probable que se corte la luz, hay que salir enseguida de la escuela (en Santo Tomé cortan la luz ni bien se avecina una tormenta). La avenida que conduce al puente que nos lleva de regreso a Santa Fe se convierte en una boca de lobo, y también en una especie de laguna, porque es cierto que caen dos gotas y Santo Tomé se inunda; la avenida bordea la costanera sobre el río Salado, que separa las dos ciudades, así que siempre se desplaza un poco de tierra de los canteros, desde la barranca hacia la calle, que en realidad más que en laguna queda convertida en un pantano. Aviso a los alumnos que esperan afuera, bajo el tinglado, que el examen se pospone para la próxima semana, que Schultz (digo Laura en vez de Lidia, no sé por qué me equivoco) fue la última en pasar por ese día. Algunos protestan por el sinsentido de la espera, pero en realidad casi nadie escucha porque están preparando los útiles, se saludan, hacen comentarios sobre la tormenta, oscilan entre el nerviosismo y el cansancio de la noche y el alivio por el examen que se posterga (los más jóvenes, a los gritos; los mayores, dubitativos, todavía desconcertados por el cambio en el horario de salida). Vuelvo al aula, y mientras acomodo mis carpetas, busco los pedazos sobrantes de tiza, el borrador, la taza con los restos del mate cocido, a un costado del escritorio. Después le explico la situación a Lidia, sin que ella me responda. La miro: Otro día me terminás la historia. Me refiero a la suya, no a la de la novela. Ella sonríe: ¿Entonces aprobé?. Sí, por supuesto -le digo- Está muy bien. Me cuelgo la cartera: Cuando te vayas, dejá la novela en biblioteca (la biblioteca es un ropero a un costado de la dirección). Yo mañana la acomodo. Hay un silencio. Me parece que la voy a fotocopiar. Quiero guardarla -dice- como un recuerdo. Ahora soy yo la que sonrío. Un gusto, Lidia. Suerte, y cruzo el patio hacia la dirección. Las sienes me palpitan; guardo las tizas y el borrador, la portera me pide la taza con un gesto recriminador (aunque no de un modo hosco sino sutil: no debo llevar la taza al aula, la portera debe lavarla antes de irse, eso retrasa su horario de salida). Dentro del armario de la dirección, que la media nocturna comparte con la primaria diurna, suena un reloj despertador. Interminablemente. Cada noche suena. Convivimos con ese sonido agudo, intermitente, suave y molesto. ¿Hay alguien, a la mañana o a la tarde, en la primaria, que pone en hora el reloj del armario para que suene a la noche? Los de la primaria tienen la llave del candado del armario, es imposible parar el reloj que suena cada noche hasta agotar la cuerda. Mi compañera me grita: Apuráte que se larga, la sigo casi corriendo, sé que es una orden, la contraseña para salir rápido, esquivando o chocando jóvenes y viejos que se apretujan en la salida, como en un embudo, y que se mueven lentos, arrastrando bicicletas y ciclomotores por la misma puerta angosta por donde ella y yo debemos pasar para llegar a tiempo a su auto, a tiempo, antes de que el cielo se caiga.
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