Claudia Caisso
Afortunadamente, el último Premio Municipal de Poesía Felipe Aldana expone, en inusual vínculo con el mundo, una serie intensa, decididamente veraz de preguntas acerca del destino y los avatares del hombre. Con fuerza pertinaz resiste las leyes del mercadeo y la complacencia imperantes en esta época, y vuelve a señalar para nosotros las líneas más vigorosas del arte auténtico. Entre ellas, las de los actos de la creación que incluyen el horizonte trágico de la existencia, así como el temblor fecundo de las preguntas donde se despliega un solar irreductible de intemperie crítica respecto del progreso y los sueños vanos. Es en mi pueblo/ donde el conjunto/ terroso y cristalino/ de las lluvias,/ mezcló/ su fragancia conjuntiva/ con mis huesos./ Allí bebí su ritmo,/ su música constante,/ allí entreví el murmullo/ adocenado del sistema,/ su pico genocida, escribe Piccioni en Poética. Todos y cada uno de los poemas reunidos en este libro, cuya edición ha sido amorosamente cuidada, no cesan de iluminar los sitios sobrios en los que se nombra la singularidad del paisaje, la nocturnidad del lenguaje y la celebración de la sabiduría de otros poetas. De este modo, en cuatro breves capítulos que llevan por epígrafes frases perturbadoras de Carlos Drummond de Andrade, Jorge Luis Borges, Juan Manuel Inchauspe y Pablo Neruda, se construye una cita variada con el descubrimiento de lo más frágil, también lo más perecedero y bello de la vida humana. No parece osado señalar, en tal sentido, que esa mirada ha aprendido en E. Lee Masters el ceñimiento del escándalo sin voluptuosidad, así como parece haber aprendido en C. Pavese la negación necesaria del oropel y del vuelo. Movimientos por el cual se labra una distancia justa por lo difícil y dura, entre aquello que permanece afuera de las palabras, innombrado, y el dibujo armónico de los escasos motivos que hacen a la pasión. Así, en el poema Las palabras, leemos: Intangibles y secas/ bucean en la oscuridad/ su esencia de penumbra./ Son el agua y la fibra/ de todos los desiertos. Antes de este libro, Carlos Piccioni había publicado Las palabras de todos (1981), Paisaje (1983), y El sueño de las lluvias (1984). Como en ellos, en Desde el agua y el aire se elige la sobriedad en la dicción o se enfatiza cierta fuerza enunciativa por la cual hablar de los fantasmas, del horror, del amor y del íntimo asombro por todo lo viviente requiere del trazado de escenas en las que aquellas experiencias se transforman en encuentros diáfanos. Pero especialmente en este último libro, Piccioni parece haber aprendido de modo ejemplar el oficio de dejar hablar a las cosas: sus bordes, su misteriosa resistencia incondicionada. Allí libera, paradójicamente, el valor de todas y cada una de nuestras incertidumbres; allí, también, juega a destronar la linealidad del sentido y abre el punzón de la muerte. Y como si el silencio fuera un material equivalente en su potencia a la percusión desatada por los sonidos, hace de la reserva un exquisito bien donde hallar las huellas de la contemplación y la herramienta sutilísima con que traducir las vivencias infinitas en sensibilidad precisa y austera. Tal confianza en los límites constitutivos del decir poético es el efecto de una obra felizmente comprometida con los umbrales de sus propios pasos, dichosamente arrojada a resguardar el alzamiento y la caída de la dimensión de lo humano entre la persistencia rotunda de otras formas. En ese marco, configurar en imágenes transparentes el misterio de los ritmos en que acontece el nacimiento plural del hombre requiere de la transcripción de la constancia de las materias elementales. De allí que el agua y el aire simbolicen la extrañeza de estar acaso más amada, cierta naturalidad que desecha el ornamento gratuito y el artificio para hacer que vibre en otro lugar un encuentro azaroso y furtivo con lo sagrado. Curiosamente ígneos, plenos en su ambivalencia, los poemas nos hablan de un reconcentrado fervor. Entonces se lee el César en Dyrrachium de Aldo Oliva y se nos dice que el sonido y el olor, la curva del vientre, el giro surgente, la desolación y la batalla no son nada más ni nada menos que el rechazo a la obsecuencia. Lejana fortaleza signada por la libertad que el porvenir de la poesía genuina habrá de ofrecer, todavía, como un don supremo a quienes estén dispuestos a apostar por la dimensión más noble y real de la ficción.
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