Rubén Godoy llega a la entrevista como si estuviera esposado. Los brazos cruzados en la espalda, la actitud retraída. Apenas se anima a dar la mano y recién entonces se advierte que no lleva esposas. Es un hombre dócil, tranquilo y de pocas palabras, que hace ocho años está preso, condenado a prisión perpetua por un crimen que asegura no haber cometido, pero del que se reconoció autor porque la policía lo sometió a graves torturas. Ningún tribunal revisó el fallo y ahora el caso se convirtió en el primero del país en llegar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El no pierde sus esperanzas: La única ilusión que yo tengo es poder salir, admite, con ritmo pausado.
Esta noche recibirá la Navidad en la celda que comparte con otro detenido en el pabellón de autodisciplina del penal de Coronda, y asegura que su Nochebuena será completamente diferente a las que vivía en libertad: Acá a las 12 (de la noche) ya cierran y apagan la luz. Mientras tanto uno piensa en la familia, en estar con ellos. Y es que nada en la cárcel se parece al mundo exterior, al que Godoy se refiere siempre con las mismas palabras: la calle. Esto es otro mundo, no sabría bien explicarlo pero es otra cosa. Si no estás acá adentro no podés saber cómo es, señala.
Confesión forzada
Godoy todavía no se explica porqué lo condenaron. Lo sentenciaron en un juicio oral por una tentativa de violación seguida de muerte ocurrida en febrero de 1992 en Villa Gobernador Gálvez. Allí el agresor golpeó con una piedra a la víctima, Silvia Noemí Roldán, de 20 años, con tanta violencia que le provocó la muerte.
Todo el episodio fue observado por una vecina, que nunca reconoció a Godoy. Ninguna prueba lo comprometía seriamente. Sólo su relato: él admitió ser autor del hecho. Pero cuando supo que lo trasladaban de seccional y que su vida ya no corría peligro, le confesó al juez que se culpó a sí mismo amenazado por la policía.
Godoy no proclama insistentemente su inocencia. Para él es un hecho, y de eso están convencidos sus abogados, los testigos y hasta familiares de la víctima.
Me comí una paliza tremenda, dice al recordar los días que le siguieron a su detención. La policía me fue a buscar a mi trabajo. Me dijeron que tenían testigos que me habían visto en un homicidio. Me llevaron a Seguridad Personal y me golpearon. Eran como seis. Del miércoles al mediodía hasta el jueves a la noche me tuvieron colgado, esposado, me tapaban la cabeza con una bolsa y me metían en el agua. Después me pusieron una lapicera en la mano y me dijeron «firmá». Acá me enteré que es normal que hagan eso, relata, con su acostumbrada resignación.
Así terminó la vida sencilla que llevaba en Villa Gobernador Gálvez, donde trabajó como albañil desde que dejó la escuela primaria, en sexto grado. Tenía que ayudar a mi familia, explica.
Actualmente el organismo internacional está estudiando el caso, y si considera que se violaron los derechos del preso, pedirá al gobierno provincial que le conmuten la pena. Eso es lo que Godoy más anhela: volver a su casa y seguir como antes. Mi idea es seguir trabajando, ayudar a mi padres, dice. Aunque también sueña con formar su propia familia, casarse y tener hijos: Viene a verme una chica, mi novia, Graciela. La conocí hace mucho, en la calle, y gracias a Dios está todo bien.
Mientras tanto reitera a diario la rutina de la cárcel, donde goza de un concepto intachable. Se levanta a las 6 de la mañana, a las 7 comienza con sus trabajos de plomería, y después del almuerzo se tiende a escuchar la radio, o música. Prefiere algo de Los Palmeras, o quizás un poco de chamamé. Los domingos no se pierde un partido. Es hincha de Ñuls, y para la ocasión elige la camiseta de su equipo. Pero confiesa que en ningún momento deja de pensar en salir: Se piensa en la calle en eso todo el tiempo, en salir cuanto antes.
No le resultó sencillo acostumbrarse al encierro. Al principio me costó adaptarme porque acá hay normas que se tienen que respetar. Hay muchas cosas, buenas y malas, describe, y se anticipa a la pregunta: Lo malo no se puede decir.
La policía abusa de los presos
Es que su gran obsesión es tener buena conducta, el mecanismo que le permitirá gozar de algunos beneficios, de acortar la distancia que lo separa del afuera. Y sabe que cualquier crítica al Servicio Penitenciario puede resultar un retroceso. Pero se anima: La policía penitenciaria abusa de los presos. No los quiere. A veces dicen cosas para provocarnos y sacarnos de un pabellón castigados. Pero hay que tratar de no llevarles el apunte.
Cree que no siempre los tratan como personas y que los custodios deberían estar un poco más con los problemas de los presos, para entenderlos. Y admite que en la sociedad hay demasiadas fantasías con relación a la vida en los penales: Yo me llevo bien con toda la gente y he hecho muchos amigos. Se habla de la calle, nadie dice porqué está acá adentro. Hay capos pero son muy pocos. Y no hay pabellones de peligrosidad. Les dicen así para explicar el asunto de los motines, pero son todos iguales.
-¿Cómo hizo para sobrellevar estos ocho años de prisión? \-A mí me enseñaron que hay que hacer conducta. La conducta es todo, llevarse bien con los policías, seguir dándole para adelante. Con todas las cosas que pasan con ellos, hay que agachar la cabeza.
Si no le conmutan la pena, Godoy deberá pasar otros 19 años preso. Entonces seguirá apelando a la resignación, una actitud que se percibe a cada momento en sus gestos, en sus modales y en su mirada: Tendré que bancármela. Otra cosa no queda. Seguiré haciendo conducta.