| | Editorial El peligro de la pirotecnia
| La inminente llegada de las fiestas de fin de año obliga a dar el alerta en torno de un peligro que no por reiterado y conocido deja de sembrar zozobra y dolor. Ese riesgo no es otro que la remanida utilización de elementos de pirotecnia para la celebración de dos acontecimientos que representan, en esencia y más allá de sus connotaciones religiosas, la exaltación de los lazos de la familia, el amor, la amistad. Si bien con menor incidencia en los últimos tiempos, ello debido a la eficacia de las campañas de alerta que, sin dudas, han despertado una mayor conciencia, todos los años hay que lamentar saldos crueles de una diversión que no encuentra una explicación rastreable en la razonabilidad y la lógica. Basta acercarse a las guardias de los nosocomios públicos y privados para calibrar en toda su incidencia la dimensión de esos verdaderos dramas que, apenas con un poco de sentido común, podrían haberse evitado. Porque el meollo de la cuestión reside, precisamente, en eso, en evitar el drama, algo absolutamente posible a poco que se tome verdadera conciencia de todo lo que está en juego. Los dramas personales que el uso de artefactos pirotécnicos provocan en las fiestas comienzan con un momento de supuesto esparcimiento mediante el encendido de bengalas o cohetes -incluso algunos inconscientes hasta disparan armas de fuego- y acaban con heridas horribles, amputaciones y pérdidas de la visión. Esto sea dicho sin olvidar que algunas veces hay que lamentar además muertes absurdas. Cuando ya es tarde para evitarlo, el dolor se cierne sin contemplaciones no sólo sobre la víctima directa, sino también sobre el núcleo familiar y amistoso, que observa impotente cómo el ser querido queda marcado para siempre. Es por eso que para esta época conviene que todo el mundo esté alerta. Por un lado las autoridades, que tienen la obligación de hacer cumplir sin fisuras las disposiciones legales que establecen con claridad cuáles son los artefactos explosivos autorizados y cuáles no, aunque sin olvidar que todos son igualmente peligrosos. Es más, el asunto no debe quedar exclusivamente en el control de la venta minorista, debe ir hasta las propias fuentes que lo originan. Es decir, debe alcanzar a los fabricantes, importadores o contrabandistas de tales objetos. Pero no todo es responsabilidad de las autoridades. Por otro lado, las propias familias son las que tienen que actuar con el fin de que los más chicos o los más exaltados e inmaduros de sus miembros no compren ni utilicen esos elementos. Así como el control y la represión oficial son tan necesarios, en esta cuestión la toma de conciencia adquiere una dimensión todavía mayor, como que es la única que, en definitiva y desde la raíz, acabará poniendo coto a tanto drama evitable.
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