Año CXXXIV
 Nº 48.973
Rosario,
martes  19 de
diciembre de 2000
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La carta

El fenómeno Pokémon que ya tiene pegados a nuestros hijos a la pantalla de la televisión y que ahora nos arrastra al cine para ver una película de ese dibujito es realmente inexplicable.
En la película en cuestión no hay aventura, ni ternura, ni diversión, ni moraleja. Es un bombardeo de imágenes computarizadas y efectos especiales que llegan a saturar hasta al más entrenado fanático de los videojuegos. Con esa estética, lo único que falta es que aparezcan los puntajes en la pantalla.
La película no es ni siquiera naif, porque no hay ninguna historia para contar. Parece haber una misión, un malo al que hay que derrotar sin ninguna explicación, unas histerias de romance adolescente, y un sin fin de catástrofes naturales que deben enfrentar un grupo de chicos sin imaginación.
Los personajes de Pokémon apenas dialogan. Se la pasan gritando y planteando quién tiene más o menos culpa por los problemas que ellos mismos provocan. Ash es un chico asustado que se cree un héroe, por no hablar del famoso Pikachu, el bicho amarillo que sólo pronuncia su nombre. Su discurso se limita al balbuceo de Pika pika pikachu.
Lo peor es que no se trata solamente de un dibujito animado que los chicos siguen embobados como si fuese el gran manual de sabiduría. Detrás (o delante) está el gran negocio de Pokémon. Como casi todas las películas infantiles de los últimos años, esta película también es un engendro que sólo sirve como vehículo para vender los juguetes de los personajes y cualquier otro cachivache relacionado. Y los originales de marca, cabe aclarar, no cuestan menos de 50 pesos.
Los que tenemos un poco más de 30, y quedamos atrapados sin entender nada en el universo Pokémon de nuestros hijos, sólo rogamos, durante la película, que algún viejo personaje de Disney, o que las corridas de Tom y Jerry, se cuelen aunque sea por un minuto en la pantalla.

Carina Núñez


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