Marcelo Batiz
La enésima corrección de la pauta de crecimiento que dio a conocer el Ministerio de Economía no hizo más que poner en números una sensación generalizada que se arrastra desde hace un tiempo peligrosamente largo. Por más que se intente eludir la definición con frases más o menos rimbombantes, los argentinos comenzarán el 2001 siendo más pobres. Del cuatro por ciento de aumento del Producto Bruto con el que se firmó la Carta de Intención con el FMI en marzo al 0,2 ó quizás el 0,3 por ciento que anunció el miércoles el secretario de Hacienda, Mario Vicens, hay algo más grave que una caída en la pauta de crecimiento. Si la economía en su conjunto evoluciona por debajo del aumento vegetativo de la población -de alrededor del 1,3 por ciento- hablar de un tenue crecimiento es un eufemismo que no ayuda a ver cabalmente la realidad de un país que tiene casi el mismo producto per capita que hace siete años. En otras palabras, crecer menos del 1,3 por ciento anual es un retroceso por donde se lo mire: hay casi medio millón más de comensales para la misma cantidad de comida. Y el promedio anual de los últimos años -con espectaculares subas seguidas por bruscas caídas- se ubicará muy cercano a ese 1,3 por ciento si se confirma la reciente corrección oficial. Desde que en 1995 se interrumpiera la seguidilla de cinco años consecutivos de sostenido aumento del PBI, el país no pudo encontrar la forma de encarar una senda previsible y permanente de crecimiento. Afectada por los conocidos efectos tequila, Hong Kong, vodka y caipirinha, la Argentina es el único país que aún no pudo sobreponerse de una resaca que parece eterna. Si el 8,6 por ciento de suba del producto que registró en 1997 parecía el inicio de una tendencia positiva, a partir del segundo semestre del año siguiente sus pies de barro quedaron en evidencia. Desde entonces -y ya van dos años y medio- los discursos oficiales repiten una letanía más próxima a los actos de fe que a la economía. Con Carlos Menem o con Fernando de la Rúa, con Roque Fernández o con José Luis Machinea, son casi treinta meses en los que supuestamente los indicadores económicos prenuncian un inminente despegue que al mes siguiente se comprueba que no llegó. El bombardeo informativo podrá dejar en el olvido las previsiones del mes anterior, pero la economía real es reacia los refranes: de ilusiones no se vive. De eso puede dar fe el 29,3 por ciento de desocupados y subocupados de la última medición del Indec. La discusión sobre cuál de las comparaciones es válida (con mayo del 2000 o con octubre de 1999) pasa a ser bizantina si se pierde la visión de largo plazo. Es precisamente desde el fatídico 1995 que el desempleo no baja de los dos dígitos. La coincidencia con la falta de un crecimiento sostenido desde la misma época no es casualidad. Las expectativas generadas en torno del próximo anuncio del blindaje no parecen ser similares entre los protagonistas de esta historia. Si el presidente augura un 2001 espectacular y el ex ministro Domingo Cavallo repite su pronóstico de crecimiento del 10 por ciento que formulara el año pasado durante la campaña electoral, muchos analistas económicos exponen sus reparos y, con ellos, la profundización de sus diferencias con la dirigencia política. Si las dos condiciones irrenunciables para el blindaje eran la aprobación de un compromiso fiscal con las provincias y la sanción de la ley de presupuesto, paradójicamente esos mismos requisitos son la fuente de todas las dudas en los mercados. La debilidad por incrementar los gastos sin ingresos que los sustenten se hizo ostensible en ambos casos. En ese sentido, es claro que no solo en la economía es que no se crece.
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