José L. Cavazza
Adrián Iaies es como el personaje de un sueño: el pianista de jazz que sueña estar tocando un tango. La mitad de la cara es huesuda, circunspecta y hundida bajo el medio anteojo cuadrado de Bill Evans; la otra mitad, es redonda y tiene media sonrisa congelada de Carlos Gardel. Cuando se despierta, la sombra de Evans se agranda sobre la pared del dormitorio. Es que Adrián Iaies es, sobre todas las cosas, un pianista de jazz. Eso sí, un músico tan argentino como singular, que se prende con uñas y dientes del jazz con el fin de buscar una voz propia a partir de melodías autóctonas. En su debut en Rosario a solas con el piano -el Yamaha acústico de media cola del auditorio del Parque de España- Iaies mostró toda su alquimia de jazz y música popular argentina en un recital de once temas, la misma cantidad de temas que integran su reciente disco de piano solo Una módica plenitud, álbum del que interpretó una media docena de temas. Desde la primera interpretación de la noche, Serenata para la tierra de uno, de María Elena Walsh, continuando con El día que me quieras, la música de Iaies dejó clavado un principio que no lo abandonaría durante la hora y media del recital: cuando más se nutre de música popular argentina más se descubre el notable músico de jazz que Iaies es. Aires tangueros; esencia jazzera. En ningún momento busca modificar el tango, sino que hace lo que haría un músico de jazz: intentar mostrar su voz propia a partir de la música con la cual creció, desplegando la idea jazzera de estándar: tomar una canción como base para inventar un lenguaje que le pertenezca, a través de una expresión más o menos espontánea. Esta técnica de improvisación lo acerca a Evans, a Thelonious Monk y, al mismo tiempo, lo aleja de Horacio Salgán, por nombrar a uno de los pianistas de tango con mayor swing. Tampoco hay que pensar que en Iaies todo se limita a su vasta experiencia armónica del jazz. El recital del Parque de España dejó en evidencia un universo interior cargado de emoción y de aguda sensibilidad. Chiquilín de Bachín tuvo una versión de plácido lirismo y La casita de mis viejos -en una interpretación inolvidable e incluso alejada de la relajada versión grabada en Una módica plenitud- alcanzó una potencia devastadora y por momentos bluseada. Otros tangos -El día que me quieras, El choclo y Volver- dejó una primera impresión de un recital donde predominó el carácter melódico. Pero abandonadas las melodías reconocibles, Iaies escamotea el tema central y se introduce en un mundo privado y desbordante de armonías. La prueba de la herejía para los puristas del tango. Mis deformidades, dijo el pianista a mitad del recital. Una puerta de entrada a una dimensión desconocida, el eslabón natural con el jazz, donde Bill Evans enseñó el camino e hizo la síntesis por Iaies y por tantísimos pianistas de jazz. Dos mix agregaron un guiño de complicidad al recital: en el centro de su versión de La cumparsita las teclas del piano de Iaies se duplicaron con Libertango de Astor Piazzolla, y el tango Uno sufrió el embate afroamericano de un estándar, To Be Together. Al filo del 2000, Adrián Iaies cerró en Rosario un año espectacular para su carrera: editó su disco de sólo piano, Una módica plenitud; grabó su primer álbum en España; se confirmó la edición de su obra en los Estados Unidos, comenzando por el lanzamiento de su álbum doble Las tardecitas de Minton's grabado en 1999 y nominado este año para el premio Grammy; fue revelación en el Festival Internacional de Jazz de los Siete Lagos (realizado en Bariloche y San Martín de los Andes), y tocó por primera vez en Barcelona y Nueva York. Pero no todo serán flores en su camino: la cantidad de público que tuvo en su debut rosarino -no más de 200 personas- reflejó que el reconocimiento en su país va a ser una batalla dura de pelear. El guitarrista Luis Salinas algo sabe sobre el tema.
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