A pesar de las inundaciones, la sequía, los impuestos, o el costo del dinero, la Argentina se apresta a alcanzar una nueva y voluminosa cosecha, aunque el endeudamiento y la situación financiera global acumulada del campo, hacen prever que ni con blindaje se sale.
Esta es la realidad, con sabor amargo, pero la realidad al fin. Y entonces, la pregunta obvia que surge es: ¿qué pasaría con este país productivo si se eliminaran la cantidad de gastos producto de ineficiencias ajenas (del Estado o privadas), si se terminara con los mercados cautivos que aún subsisten o si se lograra la transparencia real en muchas plazas que todavía distan de alcanzar?
Habría que hacer un cálculo, aunque sea en borrador, de los montos anuales que implican, por ejemplo, la tasa sobre los intereses bancarios, la cantidad de gastos administrativos del sistema financiero, las regulaciones e ineficiencias de la mayoría de los trámites en el sector oficial, los defases financieros por las demoras del Estado para devolver impuestos como el IVA de exportación, el costo de hacer una simple gestión de inscripción o dar un certificado; salir a conseguir dinero comercial ante las trabas crecientes del sistema financiero, o infinidad de temas más que representan, para el empresario demoras (que son plata), infinitos traslados (que también son plata), costosos asesoramientos, y mucha mala sangre.
Imaginar sólo esa cifra casi significaría asegurar que es capaz de neutralizar el endeudamiento de arrastre que tiene el campo. Lamentablemente, para el hombre de campo y para el país, ese sorprendente monto no sirve para nada, al menos no para nada productivo. En la mayoría de los casos, en lugar de generar más riqueza, sólo se utiliza para alimentar más burocracia, más sectores de servicios que, en definitiva no son tales (como buena parte de las tasas municipales).
En definitiva, un creciente sector de saco y corbata, de escritorio, vive a costa de una producción que sólo se sostiene comiéndose su propio cuerpo.
Se va a la cloaca
Es cierto que la cosecha, probablemente, vaya a ser importante, también que el stock vacuno sigue más o menos estable, igual que la cantidad de árboles frutales plantados (y que siguen produciendo más allá de la voluntad o decisión de los productores), o que otros rubros productivos con suerte más o menos variable. Pero también es indiscutible que hay una inmensa masa de recursos que se va por la cloaca, en lugar de agregarse a los fondos productivos, lo que permitiría incrementar sensiblemente las producciones, amén de abaratar sus costos tornándolas más competitivas para el exterior y menos onerosas para el consumo interno.
A nadie escapa, a esta altura, que aunque en general el campo no sea formador de precios, todos estos costos adicionales que casi nadie analizó a fondo todavía, necesariamente se deben volcar al final en el valor del producto.
Puestas así las cosas, la diferencia entonces no pasa por una política para el campo, sino por la definición de un política de corto plazo, recaudatoria, inequitativa (donde el que cumple con sus obligaciones debe subsidiar a los que no lo hacen), o de largo plazo en la que los incrementos de producción y de actividad económica permitan incrementar los ingresos fiscales para que el Estado -con eficiencia- también pueda cumplir con sus obligaciones.
Lamentablemente, hasta ahora, la opción que parece haber elegido el gobierno es la primera, tal vez sin tener muy en claro que la torta sigue siendo la misma y ya no resiste muchas más extracciones.