| | una vision de la noticia Jugar a nada que ver
| Luis A. Etcheverry
Dentro de lo previsible y como cabe con los políticos argentinos, es decir, bordeando la realidad con un discurso propio y de sus colaboradores que parece destinado a otro país, Fernando de la Rúa cumplió su primer año de gobierno. No es poca cosa, ya que con la excepción de Arturo Frondizi, la historia argentina no debe atesorar otro presidente con tal grado de padecimientos y deterioro en un lapso tan reducido de su gestión. Como no podía ser de otra manera, el aniversario ha dado pie a infinidad de análisis y declaraciones, de amigos y adversarios. Con matices, todos coincidieron en algo. De una u otra manera, propios y extraños reconocieron que hubo errores, lo que implícita o explícitamente llevó a aceptar que aquello que la gente votó en octubre de 1999 está por ahora demasiado lejos de convertirse -si alguna vez eso llega a ser posible- en algo tangible. Las palabras se disuelven cuando nacen las frustraciones. El presidente Fernando de la Rúa es hoy cerebro y músculo de lo que viven los argentinos. Negarlo o quitarle entidad es pretender trampear la verdad. El quiso ser cabeza de león y hoy no puede ser otra cosa que eso. El espinazo, el rabo, las patas son partes de la anatomía del poder que le están vedadas. Su condena es ser cabeza de león y, como tal, tiene que afrontar las consecuencias. Reconocer esto tiene, no obstante, un límite. De la Rúa es, desde el 10 de diciembre de 1999 responsable de todo el acontecer del país, porque es quien lo conduce como presidente de la Nación. Es que, aún cuando obviamente no maneja los imponderables que siempre operan sobre la política, tiene la obligación de conducir, porque para ello se postuló y la ciudadanía lo votó. Empero, tanta responsabilidad no resulta causa suficiente como para justificar algunos embates que le han caído. Por ejemplo, los que vinieron de dos conspicuos políticos: el ex presidente Carlos Menem y el ex vicepresidente Carlos Alvarez. Entre ex parece estar el juego. Anteayer Menem se despachó con un desborde de dura ironía contra el presidente. Le pegó como a un puchinball, una y otra vez, de manera corta, dura, rápida, seca y con gran estridencia. A diferencia de lo que sucede con la bolsa, la soga de saltar, las fintas contra el espejo, los guantes que se cruzan con el esparrin, el punchinball no deja oir algo más que su monótono golpeteo sobre la madera de la que cuelga. Con él parece que el mundo se viene abajo pero después todo sigue igual. Se les va a acabar el argumento de la herencia recibida, dijo en medio de gruesas ironías que bordearon el agravio en uno de los pasajes de la declaración escrita que entregó al periodismo. Lo hizo como si el gobierno y la Alianza -o lo que queda de ella en torno del presidente- fueran los únicos que hablaran de esa concreta realidad. Con esa característica de autistas pícaros tan propia de los argentinos, Menem finge ignorar que de la herencia recibida se quejan todos, incluso aquellos factores del poder económico y sindical que le hicieron de claque durante su extenso mandato. Alvarez, por su parte, dijo algo más propio de su personalidad, que parece ser la de un joven secundario a las seis de la mañana de su fiesta de egresado. Hizo un chiste sobre la actualidad. Sí, sobre esa misma actualidad moldeada por la crisis que él mismo desató -y aún persiste- con su iresponsabilidad de reunciar a la vicepresidencia. En ese nuevo hito geográfico de la historia política argentina que es el bar Varela Varelita de la Capital, y en un derroche de ingenio idéntico al de Menem, les dijo a los periodistas (y con ellos al país todo) que el año 2000 nos encontró aburridos y dominados. Son millones los argentinos que están al borde del estrés por la angustia del inminente mañana que se avisora desde este duro presente. Son los mismos que tienen algo que demandarles a estos dos ínclitos varones argentinos que hoy parecen querer jugar con descaro -se diría que impúdico- a que ellos no tienen nada que ver.
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