| | Las sesiones preparatorias desnudan los intereses estrictamente políticos Concejales del cordón iniciaron sus rondas de peleas veraniegas Mientras los problemas acechan a la población, sus representantes no pueden acordar el reparto de cargos
| Una vez más, como suele suceder cada fin de año, los concejales de algunas ciudades santafesinas vuelven a generar problemas que nada tienen que ver con sus funciones: cómo se reparten los cargos. Cuanto mayor sea la paridad o la rivalidad, más traumáticos se ponen los 10 de diciembre -cuando se votan las autoridades del período siguiente-, y más febriles las roscas. Negociaciones que, cuanto más intensas, más se alejan -otra vez- de aquello para lo que fueron votados: solucionar los problemas de los vecinos. El reparto de funciones suele trabarse cuando hay que elegir al presidente. Generalmente, el titular del cuerpo pertenece al partido que haya ganado las elecciones. El puesto tiene la particularidad de que no tiene voto como el resto de los ediles, sino sólo cuando es necesario desempatar. Por ello, poner un edil en la presidencia significa para un bloque tener un voto menos, lo cual resta poder en el recinto de deliberaciones. Otras veces, como pasó en Puerto San Martín (ver aparte), la mayoría y la minoría no tienen la madurez necesaria para coexistir y debatir seriamente. Las relaciones se rompen, se toman medidas autoritarias y cuestiones personales ganan los espacios de los ciudadanos. Como sea, los vecinos que no piensan y no votan como la mayoría no pueden ser representados. En San Lorenzo la paridad de fuerzas hizo que nadie quisiera quedarse sin un voto a cambio de la presidencia. Los dos bloques más importantes no cuentan con mayoría suficiente como para perder un voto y la presidencia no los atrae. Entonces pelean por no asumir ese lugar o, como en Armstrong, modificar el reglamento. Y la falta de acuerdo desemboca en acefalía. En Armstrong se propuso el año pasado doble voto para el presidente. Así la tortilla se daba vuelta: todos querían ocupar el lugar. No sirvió mucho porque no anuló el verdadero problema: que los ediles lograran consensuar, por lo menos, quién tocaba el timbre. El tema desembocó en una autoproclamación no reconocida, una virtual acefalía, y un escándalo de ocho meses en los cuales el Concejo no pasó de ser un edificio sin luz ni teléfono. Nada que ver con aquello para lo cual los ciudadanos solventan su funcionamiento: ejercer la democracia representativa.
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