Año CXXXIV
 Nº 48964
Rosario,
domingo  10 de
diciembre de 2000
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San Luis: Historias de cabriteros
San Francisco del Monte de Oro, en la serranía puntana, atesora en su pasado las primeras clases dictadas por Domingo Faustino Sarmiento

Corina Canale

Los habitantes de San Francisco del Monte de Oro, en San Luis, no saben si el nombre proviene de las cercanas minas auríferas, las que deslumbraron al marqués de Sobremonte; del amarillo de ciertos arbustos, o del paso por esos lares de uno de los hermanos de Fray Justo Santa María de Oro.
Lo que saben es que esa tierra de cabriteros fue la que eligió Sarmiento para levantar su primera escuela cuando apenas tenía 15 años. Y también que allí plantó un retoño del parral que su madre, doña Paula Albarracín, tenía en la casona de San Juan.
Aquel rancho de adobe, donde el gran maestro enseñó las primeras letras a muchos paisanos, es ahora lugar histórico y está cubierto por un templete que lo protege de la lluvia y el viento. En el rancho se ven varias troneras, algo así como ventanas, que servían para atisbar la llegada de los malones.
La escuela fue parte del primer asentamiento del lugar allá por 1674. De ese tiempo es también la iglesia San Francisco de Asís y la plaza que está enfrente, diseñada por Sarmiento.
La cercanía con Villa de Merlo, unos 130 kilómetros, favoreció a San Francisco del Monte de Oro con su famoso microclima, más allá de que esta ciudad está sobre una enorme placa de cuarzo puro, que combinado con cobalto, ónix y uranio conforman un grupo mineral de altísimo poder energético para el organismo humano.
Pero San Francisco del Monte de Oro, más allá de su pasado histórico, es una ciudad apacible del valle que forman las sierras de San Luis y Socoscora. Un lugar de guitarreros donde las tonadas tradicionales van pasando de padres a hijos, y donde aún perdura la costumbre, en las noches del verano, de dar serenatas.
Saliendo de la ciudad, por Cortaderas, aparece entre bosques de moras el cauce rumoroso del río Hondo. El paisaje es tan natural que la mano del hombre apenas se permite, de trecho en trecho, alguna que otra pirca.
El paisaje se va cubriendo de espinillos, molles y chañares, y de algarrobos y quebrachos blancos. El camping Laguna Esteco es un buen lugar para las tardes del estío porque está junto a uno de los 50 pozones de aguas tranquilas.
Por las orillas del río, junto a las playitas de arena, se escucha el canto de los mirlos y deambulan los caballos serranos. Es un buen lugar para mirar las palmeras caranday del valle, y en lo más profundo esa formación rocosa del período primario, El Fuerte, que emerge entre las sierras.

La cría de chivitos
Victor Quiroga es un porteño del barrio de Caballito que hace diez años recaló en San Francisco. Explica que al atardecer las cabras vuelven solas al corral, y afirma que aquí la cría artesanal de chivitos es una tradición. Los cabriteros los crían nada más que con leche; no conocen el pasto.
Fanático del turismo de aventura, está convencido de que alguna vez alguien explotará estos paisajes. El ha recorrido muchas veces las cuatro horas de camino hasta el Salto Escondido, una caída de agua de 72 metros que está a unos 14 kilómetros.
Lo bueno es salir muy temprano y remontar el río con tiempo, porque antes del salto hay dos pozones de agua que son excelentes pesqueros de truchas, dice mientras detiene la marcha del vehículo para que pase una majada de cabras a la que guía el cencerro de la madrina.
El sol ya está alto cuando la camioneta de Victor comienza a recorrer los 12 kilómetros que separan San Francisco del Monte de Oro del paraje Piedras Pintadas. En el camino sólo se ven las casas de los cabriteros y algunos chivatos sobre los riscos.
Para llegar a las pinturas rupestres hay que subir por las piedras hasta las cavernas y los aleros. Allí están, finalmente, las siluetas de las serpientes y los círculos concéntricos hechos con tinturas vegetales, más antiguas que las michilingues.
Algunas pruebas realizadas con el método del carbono 14 arrojaron que esos jeroglíficos tendrían entre 6 y 8 millones de años. Sobre la roca oscura se distingue el terracota rojizo, el negro, el blanco y muchos grises. Colores que toman la forma de la cabeza de un águila y de círculos coronados por una cruz.
Se dice que este fue lugar de sacrificios, informa Víctor, mientras se escucha el vuelo bajo de un águila de cabeza blanca que revolotea cuidando el nido cercano. El lugar está rodeado de conanas, unos morteros de piedra, poco profundos, que los aborígenes usaban para moler granos.
Después hay que desandar el camino, perdiendo altura y encontrando a los cabriteros que regresan antes del anochecer. Ese día ya no llegarán desde San Juan y Mendoza los camiones que vienen a llevarse, al mayoreo y a 15 pesos cada uno, los cabritos mamones.
Los cabriteros saben llevar una linterna en las monturas, por si los malos espíritus los cruzan con los pumas americanos de ojos grandes que pesan más de cien kilos. Hay que encandilarlos para que tengan miedo, dicen persignándose por las dudas.
Por esos caminos siempre se encuentran zorros grises y colorados, protegidos por la veda total de caza que impera en toda la provincia y que no todos cumplen.
Los cabriteros cuentan que los zorros se sacan las pulgas a contrapelo, reculando al entrar al río; primero la cola y después el cuerpo. Dicen que los zorros se comen todos los cachorros que encuentran, pero que la carne de ellos no les gusta ni a los perros. Y sentencian: Por eso el zorro es zorro.



El imponente Salto Escondido.
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