Norberto Puntonet
Cañada de Gómez (Enviado Especial) Cuando uno mira por televisión esos programas como Sin previo aviso, o Anatomía del desastre piensa que esas catástrofes sólo pasan en una aldea de Afganistán, en un poblado de Filipinas o en un pequeño pueblo del norte de Italia. Pero nunca se puede pensar que algo así podría llegar a ocurrir en un barrio a orillas de un arroyo, que acaba de ser canalizado, en Cañada de Gómez, a 70 kilómetros de Rosario. El panorama del día después es desolador. Barro, montañas de ropa sucia, muebles destrozados, electrodomésticos inutilizables, automóviles con sus ruedas hacia arriba y olor a lodo, un olor impregnante que sólo conocen los que desde hace más de 24 horas tratan de reconstruir sus casas, o lo que queda de ellas. Hombres, mujeres, niños y ancianos con escobas, secadores de piso, baldes, carretillas y todo lo que sirve para sacar el barro que quedó después de que el agua se fue. Familias humildes y de clase media sufrieron por igual. Los que más tenían perdieron algo de su capital, pero los que menos tenían ya no tienen nada. Algunas familias carnearon las vacas muertas que encontraron cuando bajó el agua y luego las asaron. Perdimos todo; ni la esperanza nos dejó el agua, graficó Mariela Leguizamón, madre de dos niños de 3 y 6 años que alquila una casita de calle Rawson al 300 y que vive con un plan Trabajar de 100 pesos por mes. No sé si no hubiese sido mejor haberme ahogado con mis hijos a quedarme sin nada, fue la terrible frase con la que despidió esta cañadense de 32 años a La Capital. Un rallador de plástico, una zapatilla de cuero, una radio, un oso de peluche, una camisa, una cajita de vino, una pava y una lata de tomates parecen haberse escapado de la vidriera del Cambalache de Enrique Santos Discépolo dejando solas a la Biblia y el calefón para apilarse contra el tejido de una casa, a metros de donde apareció el cuerpo de una niña de siete años que el agua arrastró más de 800 metros. Georgina Ariotti, evacuada y madre de tres hijos, domiciliada en calle Saavedra 1410, contó que fue todo muy rápido. No pudimos levantar nada. En cuestión de minutos el agua llegó hasta el techo y subí a los chicos como pude. Tenía miedo que el agua siguiera subiendo y nos llevara la correntada. Gracias a Dios mi cuñado me salvó a los chicos. Pero cuando Georgina vuelva a su casa comenzará otro drama: el de la reconstrucción, que en estos momentos, cuando muchos cañadenses no tienen trabajo, es más difícil aún. Lo único que atiné a levantar fue el televisor arriba de la mesa, pero cuando bajamos estaba todo al revés; la mesa arriba del televisor, la cocina arriba de la heladera y todo lleno de barro, señaló. Recorriendo una de las escuelas primarias donde desde hace dos noches duermen, se visten y se alimentan unas 120 personas se pueden rescatar cientos de testimonios que reflejen los terribles momentos vividos por las familias afectadas por el inesperado desborde del arroyo Cañada de Gómez. Rogelio Perurini vive con su esposa, cuatro hijos y dos nietos en calle Rosario 515. Como jefe de familia tomó la palabra para decir que nunca vimos nada igual, pero las voces de su familia lamentando las pertenencias perdidas lo hicieron callar. Sacame a mí, sacame a mí, por favor, contó su hijo Gustavo que le gritaban desde los techos en medio de la oscuridad. Gustavo es uno de los tantos héroes anónimos que ayudaron a rescatar víctimas del desastre. La culpa de todo la tienen los gobernantes, los ingenieros y arquitectos que hicieron las obras de canalización, se quejaba Rogelio que acababa de perder todos los autitos a batería con los cuales se ganaba la vida en una plaza de Cañada. Pero el drama no estaba sólo en las escuelas. En una casa de tapiales bajos de calle Callao 1044, a unos 200 metros del arroyo y a metros de donde perdió la vida Abel Ghirardi aprisionado y ahogado dentro de su rastrojero, Silvina Hernández de 22 años baldeaba su casa junto a su padre. El metro y medio de agua oscura que arrasó su hogar había dejado las huellas en las paredes. Estaba trabajando a dos cuadras de aquí. Mi papá, mi mamá y mi hermano de 13 años estaban aquí. Estaba muy preocupada por ellos pero gracias a Dios están bien. Ahora queda la reconstrucción de todo, tratar de comprar nuevamente todo lo que perdimos, de reparar la camioneta con la que mi papá se gana la vida transportando muebles, y rezar para que no vuelva a llover así. En dieciocho años que vivimos aquí -agregó- nunca tuvimos una gota dentro de la casa y ahora nos pasa esto. ¿Quién nos ayudará? ¿Con qué dinero vamos a pagar los impuestos y a reponer lo que perdimos, se preguntaba angustiada. Esto es todo lo que nos quedó, dijo con morbosa ironía Silvina mientras señalaba una montaña de ropa, colchones, muebles y electrodomésticos y casetes de los cuales no podrá oír más música.
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