Año CXXXIV
 Nº 48.947
Rosario,
jueves  23 de
noviembre de 2000
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Editorial
Fin de una historia repetida

Con el grotesco gesto de renunciar desde las antípodas de su país -le sirvió de poco, pues el Congreso acabó destituyéndolo por incapacidad moral-, Alberto Fujimori hizo un impensado aporte en favor de la consolidación de la causa humana. Ello en tanto tal consolidación tiene como elemento vital el arraigo y desenvolvimiento eficaz de la democracia, según la gran concepción gestada por los hombres de la ilustración y alumbrada en medio de fuertes dolores de parto por la Revolución Francesa, al grito de libertad, igualdad y, posteriormente, con la revolución de 1848, fraternidad.
La democracia es un valor superlativo que demanda del funcionamiento pleno, fuerte y transparente de las instituciones que la encarnan. Instituciones que representan el núcleo esencial de su práctica. Práctica que, en distintas latitudes e infinidad de oportunidades, ha sido puesto en entredicho de manera severa y hasta brutal a lo largo de la modernidad.
Como sucede en cualquier país subdesarrollado, Fujimori irrumpió en la escena política del Perú como consecuencia de un golpe de audacia. Lo hizo a partir de su carencia absoluta de escrúpulos respecto de los métodos con los cuales alcanzar los objetivos decididos por su ambición y de un suicida agotamiento de los partidos tradicionales. Agotamiento que acabó hartando a la sociedad, tal como sucedió después en Venezuela y podría llegar a ocurrir en la Argentina de no mediar a tiempo un cambio profundo de prácticas y costumbres.
De tal manera, Fujimori se presentó como la encarnación del cambio deseado en una nación que marchaba sin remedio hacia su descomposición. Autócrata por estilo y convicción, con la complicidad imprescindible y buscada del tenebroso y corrupto Vladimiro Montesinos no vaciló en provocar un autogolpe con el fin de hacerse con poderes más plenos. Poderes que le sirvieron para algunos éxitos resonantes, como el transitorio repunte de una economía que marchaba a la debacle y la derrota espectacular de las guerrillas, con un broche de oro sonoro a nivel internacional como fue la recuperación de la Embajada de Japón en manos de un grupo subversivo. Por supuesto, también le posibilitó dictar una nueva Constitución a su medida e integrar una Justicia que avaló su ambición de convertirse en el presidente latinoamericano por elección popular de tiempo más prolongado en el poder. Como se sabe, esta aspiración acabó frustrada por los acontecimientos que son de dominio público.
Al cabo de tanta tragicomedia y sin proponérselo, Fujimori termina de hacerle un importante aporte a la democracia de esta mágica región del planeta que es Latinoamérica y que desborda de hombres providenciales dispuestos al sacrificio por la construcción del paraíso que sus pueblos merecen. Ratificó que, en medio del patetismo que implica toda huida cobarde, el destino ineluctable de cualquier poder prolongado, aún el de los más fieros autócratas o dictadores, y sin que importe si han robado mucho, poco o nada, es el del ridículo. Esa posibilidad humana de la que jamás se vuelve.


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