Carlos dice que cuando vio el fuego se acordó de Dios. Nunca me había pasado, ni siquiera cuando estuve en medio de un tiroteo y no sabía si iba a salir vivo o muerto, confiesa. Pero ese día, al ver que las llamas consumían la vida de varios compañeros y lo envolvían también a él, pronunció una oración en voz alta. Dios, no me vayas a dejar justo hoy, recuerda que imploró en el instante más difícil de su vida.
Ahora está convencido de que Dios lo escuchó. No le faltan razones para creer: aunque él también se quemó y estuvo a punto de morir, su cuerpo aguantó y todavía puede contar lo que pasó la tarde del 19 de marzo de 1996 en la comisaría 15º de Sarmiento y Ameghino.
Ese día, cinco reclusos murieron quemados o asfixiados después de incendiar colchones dentro de los calabozos. Muchos otros resultaron heridos y varios estuvieron al borde de la muerte. Y Carlos fue uno de ellos.
Los policías dejaron que nos quemáramos vivos, recuerda ahora, mientras la ciudad sigue contando los muertos en la tragedia de la seccional 25º de Pueblo Nuevo. Y añade: Yo no sé cómo zafé. Quizá fue sólo porque Dios me escuchó.
Es sábado y hace mucho calor. Por las callecitas del Bajo Ayolas, en la zona sur, casi no se ve a nadie. Para encontrar a Carlos hay que conocer el barrio y también a la gente. El abogado Adrián Ruiz reúne esos requisitos y es quien conduce a La Capital hasta la casa donde uno de los sobrevivientes de la 15ª está terminando de almorzar.
Carlos tiene 31 años, no es muy alto pero sí muy fuerte y está tatuado en distintos lugares del cuerpo. Debajo de la camiseta de Racing todavía tiene las marcas que le dejaron primero el fuego y después las operaciones que le hicieron. Es un tipo sereno y agradable, aunque quienes lo conocen aseguran que no siempre es así.
Convida un vaso de gaseosa. No quiere fotos y pide que no se publique su apellido. Pero acepta compartir sus recuerdos de la tarde en la que pensó que irremediablemente se moriría, como los otros presos. Claro que me acuerdo, todos los días me acuerdo de eso, confiesa y ya casi no es necesario preguntarle. A veces paso por una comisaría, veo a alguno de los taqueros que estaban en la comisaría y me da ganas de matarlos. Pero después se me pasa, cuenta.
Dice que el drama comenzó a desencadenarse unos días antes. Fue cuando los policías pusieron en una celda común a un detenido acusado de violar a una nena de 9 años. Nos dijeron que eran un ladrón pero enseguida supimos la verdad, recuerda.
Según los códigos carcelarios, los detenidos por delitos comunes no aceptan convivir con los violadores, a quienes desprecian. Por eso los reclusos le dieron una paliza al preso recién llegado. Así se ganaron el odio de los policías, quienes quedarían en evidencia ante los jueces que habían cometido un grave error al mezclar al violador con los otros en la misma celda.
Bajo fuego
El ambiente se puso tenso y como castigo dejaron de pasarnos merca, cuenta Carlos. Merca es marihuana y royphnol, un psicofármaco de uso muy común entre quienes no tienen acceso a drogas más pesadas. Según Carlos, los propios policías se la suministraban a los reclusos a cambio de dinero o cualquier otra cosa (ropa, desodorante, zapatillas, lo que sea). Pero la situación se tornó insoportable cuando los encargados de la seccional amenazaron con sancionarlos cortándoles las visitas.
Así lo hicieron. Cuando el día llegó, los familiares de los reclusos se agolparon frente a la comisaría y la guardia no los dejó entrar. Los presos se enteraron enseguida y la tensión aumentó. Y eso desencadenó la tragedia.
Carlos tiene recuerdos muy nítidos de lo que sucedió después. Dos pibes, menores de edad, prendieron fuego a los colchones. Eran dos vaguitos sin experiencia, medio tiernitos. Los presos viejos nunca lo hubieran hecho. En un ratito todo se convirtió en un infierno, y no podíamos salir porque los policías nos tiraban itakazos o nos pegaban. Ellos pensaron que queríamos escaparnos, describe.
Los dos chicos que provocaron el incendio ni siquiera se quemaron, pero otros cinco reclusos sufrieron heridas tan graves que murieron, en el acto o algunas horas después. No nos querían abrir la puerta y cuando la abrieron me cansé de sacar gente para afuera. Pero creí que me moría y ahí fue cuando me acordé de Dios, dice Carlos.
Ruiz, el abogado, estaba afuera de la comisaría junto a los familiares. Lo que más recuerdo es el olor que había, cuenta. Por pudor no quiere decirlo pero al final admite que era un típico olor a carne asada. Los parientes de los reclusos, en tanto, clamaban para que abrieran las puertas de los calabozos, que a esa altura se habían convertido en una trampa mortal. Los policías ni siquiera los escuchaban.
A Carlos lo llevaron al Hospital de Emergencias. Los médicos decían en los partes que su estado era grave. En su familia creían que se moría. Estuvo varios días inconsciente y no padecía sólo las heridas que el fuego le imprimió en la piel: también estaba gravemente intoxicado, como muchos de los otros.
Algunos días después lo trasladaron al Hospital Provincial. Estuvo más de 20 días internado, pero de eso casi no recuerda nada. Después regresó a prisión: al fin y al cabo seguía siendo un preso, acusado de un homicidio que él jura no haber cometido.
Dos meses después, la Justicia la dio la razón, lo absolvió y lo dejó libre. Carlos todavía se acuerda del nombre del juez que lo dejó libre después de haber estado en un infierno para él mucho peor que un tiroteo o muchos días guardado en la cárcel de Coronda. Fue (Antonio) Ramos, de Sentencia Nº 2, dice con la solvencia de alguien que ya conoce bien las cuestiones tribunalicias.
Esta semana, cuando escuchó lo que pasó en la comisaría 25ª, Carlos no pudo evitar recordar una vez más lo que ocurrió en la 15ª hace casi cinco años. ¿Así que a estos tampoco les abrieron la puerta?, pregunta y no necesita esperar la respuesta. Pobre gente. A ellos también los dejaron que se quemaran vivos, dice con la mirada clavada en sus propios recuerdos.