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 domingo, 30 de septiembre de 2007  
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Huellas

El concepto de huella se refiere a los terrenos o a los caminos sobre todo aquellos de tierra en que las huellas son una realidad más o menos permanente, tanto sea la que dejan los animales, los vehículos o los humanos.

   Hace algunas décadas el pavimento era propio de las ciudades y sus rutas de acceso, en cambio la gran mayoría de los pueblos estaba rodeada de tierra al punto que los viajes tenían una incertidumbre adicional y al mismo tiempo esencial: estaban condicionados por la posibilidad de alguna lluvia. Esto o bien terminaba por cancelar un viaje o alteraba el desarrollo del mismo lo que daba lugar a epopeyas varias, sobre todo porque los que verdaderamente sabían manejar eran aquellos que lo hacían en el barro que no era para cualquiera. No sólo había que tener toda una habilidad para andar por la huella, sino también en ocasiones para caminar por fuera del surco, y más que nada poder sacar el auto cuando quedaba empantanado, por lo general en alguna cuneta.

   Quizás como muchos conocí antes el barro que la nieve, y observé que las improvisadas cadenas que se usaban en las ruedas de los autos para circular por el barro se vendían y hasta eran obligatorias para adentrarse en la nieve, en el caso de no tener cubiertas especiales más eficaces y más caras. Claro está que las huellas van mucho más allá que las de barro, tierra, nieve o las más efímeras que surcan el agua en forma de estela. Constituyen un gran camino que va desde la naturaleza a lo social. Desde la profundidad de lo genético a las huellas dactilares: un conjunto de marcas que hacen a nuestra identidad interna y externa, y que junto con los pliegues del alma nos guían en nuestras citas con el tiempo.

   El sábado 22 de septiembre tuve la ocasión, gusto y honor de ir a la cena de los ex alumnos de la Escuela Fiscal 271 de mi pueblo San Jorge con motivo de los 50 años de haber terminado el ciclo primario. Que nos recibiera la vice directora de aquella época, Estela Bongiovani, le dio una magia muy especial a ese encuentro con lo imborrable. El ciclo primario es ese tiempo y espacio donde se juegan las cartas fundamentales de la existencia y que a posteriori uno jugará en lugares muy distantes. El filósofo y psicoanalista Castoriadis dice una frase que constituye algo muy poco habitual en tanto que es una sentencia abierta: habla de retener la infancia hasta la muerte. Lo primero que llama la atención es que no es una sentencia aplastante, sino que permite que cada cual la lea y escuche con sus propias letras y sonidos. Claro está que no se trata de quedarse en la infancia ya que semejante lujo se puede pagar con el precio de una locura más grande aun que la cotidiana, aquella de quién vive sólo en el espacio y en el tiempo interno.

   El truco no está en quedar retenido en alguno de aquellos caminos, sino por el contrario en retenerlos a través de las huellas que, curiosamente, van permitiendo otros recorridos por aquello tan de Machado de que “se hace camino al andar”. El caminante sale (o puede salir) de la infancia y del primario con un tesoro fundamental que es el entusiasmo que en cierto sentido es como la madre de la alegría. Lo más importante estriba en que el entusiasmo no sabe ni de optimismo ni de pesimismo, que suelen ser estados del ánimo pero también formas de la estupidez. Mientras la felicidad se espera, en definitiva se le demanda al otro, el entusiasmo se lleva.

   Esperar la felicidad, y muchas veces hasta reclamarla, es un boleto de ida hacia la neurosis que para colmo no se resuelve con un boleto de vuelta que más bien la profundiza en la sentencia más que cerrada que proclama que todo tiempo pasado fue mejor. Quizás lo mejor del entusiasmo es que es un tesoro que se reparte, que se prodiga con el otro y los otros y donde la acumulación no tiene sentido. Por el contrario el entusiasmo da sentido, que sin duda es el mayor de los recursos. Eso son las huellas, el sentido que habita en aquellas marcas, esas impresiones más profundas y duraderas por donde se saborea la vida.

   Los más o menos 100 metros que van desde el hotel de la esquina de la iglesia hasta la plaza, la zapatería de mi padre, la confitería de mi tío Pedro, la peluquería de Cravero, la talabartería de Novelli, el bar Central y la tienda de los Radi siempre serán cruciales en mi memoria esencialmente como huellas. Las huellas de la memoria son las que nos recuerdan vivir, además de ser con lo que inevitablemente tropiezan las dictaduras, tan empecinadas en lo imposible de borrar.
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