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 sábado, 25 de agosto de 2007  
Interiores: autocrítica

Jorge Besso

Es muy posible que pocas actividades humanas arrojen un balance tan negativo como el ejercicio y la capacidad para la autocrítica por parte de la gente en general, y de los políticos en particular. El hecho de que una sociedad se divida entre los que son políticos por un lado, y por otro la inmensa mayoría que tiende a mantenerse alejada de la política habla de un abismo entre el poder y la gente. La práctica de la autocrítica es una especie de deporte sin que ninguna federación lo regule, ni organice competiciones que no hacen falta porque se la practica aun sin que nadie la convoque.

Un ejercicio social vecino a la autocrítica es la confesión religiosa, sólo que el pecador no necesita desdoblarse ya que deposita en el confesor sus tropelías, o cosas peores, que en definitiva deben computarse como errores del alma que se han de pagar con un castigo, en muchas ocasiones rezando, lo que constituye en definitiva un precio módico para el transgresor. Módico y un tanto contradictorio ya que no se entiende demasiado bien que el acto de rezar sea un castigo bajo la forma de la penitencia cuando el rezo está entre las prácticas religiosas más excelsas.

Que el sentido sea encomendar el alma al Señor complica más que lo que aclara dado que la reincidencia de los pecadores es más que manifiesta, lo que no habla precisamente de los éxitos de Dios en este ítem. La reincidencia de los pecadores tiene su paralelo con la de los autocríticos que propagan su ejercicio a los cuatro vientos, con la conciencia nítida de que continuarán haciendo lo que se autocritican públicamente.

Dentro de la política especialmente es en la izquierda y sus afines donde el hábito de la autocrítica encuentra más adeptos, ya que las derechas no se molestan con un ejercicio que no consideran necesario. La derecha tiene un pensamiento más bien inalterable; el orden del mundo le es consubstancial a sus principios. Dicho orden natural de las cosas ha sido plasmado de acuerdo a ellos, y el desorden que suele ser una consecuencia más que inevitable, no es su responsabilidad. En cambio sí lo es reprimirlo como sea ya que las explosiones sociales son el efecto de la irresponsabilidad de los explotados, o de los marginados que vienen a ser los que ni siquiera se dejan explotar.

En cambio la izquierda es proclive a la autocrítica como una suerte de costumbre que tiene como sentido compensar un hecho bastante curioso. Durante mucho tiempo la izquierda no era criticable ya que quien osaba hacerlo se convertía automáticamente en un ser de derecha, liberal o facho según la ocasión. De esta forma la autocrítica así ejercida se convierte en un hábito que evita precisamente la crítica, es decir la reflexión destinada a cuestionar lo que no conduzca a cambiar un orden aplastante aunque se ejerza en nombre de una supuesta dictadura del proletariado que no por eso deja de ser una dictadura. Por lo demás, comandada por un partido instalado en una cómoda certeza construida en una secuencia de pensamiento no reflexivo formidable: primero, se tienen razones para hacer lo que se hace; segundo se pasa de tener razones a tener la razón. De ahí se está a un pequeño gran salto para alcanzar la verdad, residencia celestial incriticable por definición y por tradición, que lo único que puede admitir es la providencial autocrítica para mantener inalterable un rumbo que amenazó con tener una mínima desviación.

La autocrítica es pariente de la autoestima (el gesto predilecto de los Bucayman), ambas familiares de la autosugestión y de la autoayuda conformando un conjunto perteneciente a la gran familia del narcisismo, es decir de todos aquellos movimientos que se dirigen al repliegue en sí mismo. Esto incluye a todos los que circulan por la vida destilando autoestima con una sonrisa congelada en el rostro. Pero también alcanza a todos los mortales que entonan la vidala de la subvaloración crónica atrapados en una especie de regodeo negativo de las cosas en general, del país en particular, y en ocasiones hasta de sí mismo: todo un conjunto sinfónico inspirado y dedicado a lo inalterable.

A pesar de su apariencia la autocrítica es profundamente conservadora, una especie de antídoto frente a cualquier cambio que altere la rutina destinada a pensar y hacer siempre lo mismo. En este punto la sociedad, es decir las sociedades y la política, tienen una complicidad que está a la vista y que sin embargo es invisible: la política ha logrado constituirse en una clase, llamada justamente clase política, separada abismalmente del resto de la población. Salvo, claro está, de los lobbys que le son consubstanciales.

En suma la autocrítica oculta la crítica, es decir la capacidad de cuestionar y cuestionarse para en lo posible transformar y transformarse en el intento de poder cada tanto salir del autismo social e individual en que vivimos y del que ninguna autocrítica, al igual que ninguna religión, ayuda a salir.




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