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 domingo, 24 de junio de 2007  
[Lecturas]
Sucedió en Bonaventura

Lisandro González

Novela
  • El signo de la razón, de Roberto Barcellona. Editorial Martin. Mar del Plata, 2006, 125 páginas, $ 20.

    Tres historias componen la última novela de Roberto D. Barcellona (Rosario, 1946), con escenarios y personajes en común que le dan la unidad que requiere para ser tal —aunque cada relato conserva su autonomía— y un epílogo donde un alter ego del escritor reflexiona sobre la composición de la obra.

    El escenario es Bonaventura, ciudad imaginaria donde el lector local vislumbra un símil de Rosario —desde el vamos, la elección de una palabra italiana no es casual, y tampoco la referencia al deseo de “buena aventura” que trajeron los inmigrantes. Ya Inés Santa Cruz, al comentar la anterior novela de Barcellona, “Migas en el desierto”, que también se desarrolla en Bonaventura, refirió que no había dudas de que acompañaba al personaje a través de Rosario, y así el lector advierte en “El signo de la razón” que Aráoz debe ser Oroño, Quintus el bar Augustus, y la ciudad de Buenos Vientos sin duda Buenos Aires.

    Este recurso quizá pueda ser interpretado como una reflexión sobre la posibilidad de apropiación de la realidad que tiene la literatura, del momento en que se toma un paisaje y se lo intenta volcar en palabras. Justamente, arriesga Feltrinetti —el escritor dentro de la obra— que “en la ficción no existen los condicionamientos de la vida real”. Así y todo, es el modelo clásico del realismo sobre el que se construye esta novela, donde incluso se detiene el autor en descripciones de lugares, costumbres y circunstancias históricas. A partir de este marco, Barcellona realiza una construcción profunda y acabada de sus personajes y de las historias de cada uno, para indagar con hondura en diversos temas.

    En la primera parte, Facundo Vianniello recuerda un viejo amor y las circunstancias de su separación. En la segunda, Leandro Quinteros ingresa a una misteriosa casona, donde queda inmerso en un mundo pesadillesco, en el que se pretende alienar de un modo muy particular a los internados. Muestra así un universo de ribetes kafkianos, y abandona un poco el tono realista de las otras historias para atisbar incluso lo fantástico, adentrándose en la descripción de las actividades del lugar, donde todo funciona como una eficaz metáfora de la alienación y la represión, permitiendo imaginar incluso si ese “establecimiento” no está en la propia mente de Quinteros. Aquí es donde parece hundirse justamente más ese “signo de la razón” que oscila en la novela.

    Luego pasamos al relato de la historia de un maquinista —Joaquín Fontana—, donde se entremezcla la cuestión de la responsabilidad, la culpa y la fatalidad. Finalmente, Federico Feltrinetti —personaje de “Migas en el desierto”— reflexiona sobre las caminos que deberá llevar la novela que compone o compondrá con estas historias, para terminar esbozando la primera frase de su novela —y de esta novela— que paradójicamente también es la última.

    En el transcurso de estas páginas nos encontramos con una prosa pulida, y con un plan de escritura preciso, donde el autor indaga sin gesto pretencioso en grandes temas, sin perder de vista la suerte de los personajes y las historias, para destilar así en verdadera y buena literatura.


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