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 domingo, 03 de junio de 2007  
[Exploraciones]
Bomarzo y el onganiato
Hace 40 años, la ópera de Ginastera sobre la novela de Mujica Láinez fue prohibida por un gobierno militar. Un caso emblemático de censura cultural

Omar Quiroga

Este año se cumplen cuatro décadas de uno de los episodios menos debatidos y más insólitos de la censura en la argentina: el levantamiento de las funciones de la ópera “Bomarzo”, en julio de 1967, de la temporada oficial del teatro Colón. Un evento que el dictador Juan Carlos Onganía supo aprovechar para espiar pensamientos pecaminosos y dejar en claro que ni el “bel canto” quedaría a salvo de su cruzada moralista. 

Gracias al terrorismo de Estado impuesto por los militares desde 1976, de la triste historia de los gobiernos de facto en la Argentina recordamos su peor aspecto: la violencia física ejercida contra la sociedad. Sin embargo, los desatinos cometidos en otros terrenos —economía, educación, cultura— tuvieron incluso mayor repercusión durante otros períodos. Se buscó implantar métodos de control y represión que intentaban borrar del mapa las necesidades de conocimiento y expresión de la ciudadanía. Sin duda, quien más lejos logró llevar sus aspiraciones de establecer límites para el desarrollo cultural fue Juan Carlos Onganía, que asumió su cargo tras derrocar al presidente Illia en la mañana del 28 de junio de 1966.

“La circunstancia nacional nos impone obligaciones inexcusables: producir un cambio fundamental que devuelva a los argentinos su fe”, explicó en su primer discurso al frente del gobierno, y en esa frase resumió su propósito: modificar el alma de los argentinos. Aspirante a la beatitud al tiempo que fogoso represor, desde el inicio de su mandato el ex presidente extendió el accionar de su mano de hierro sobre todo aquello que escapara a su retorcida noción del orden, las buenas costumbres y la sanidad ideológica: combatió a políticos, trabajadores, científicos, artistas, escritores y hasta deportistas.

De ese modo, durante su gobierno —al que el periodista Gregorio Selser bautizó “onganiato”—, las huestes de “la Morsa” (apodo que se ganó en alusión a los frondosos bigotes que escondían un defecto congénito) se ocuparon de disolver las protestas universitarias en la Noche de los Bastones Largos (1966), episodio que derivó en la intervención de la Universidad de Buenos Aires y en purga y exilio para excelentes investigadores y profesores; determinaron la destrucción de libros y publicaciones considerados “de posible condición subversiva”; establecieron edictos y leyes para resguardar “la salud moral del pueblo, la seguridad nacional y lo inherente a la preservación y perfeccionamiento del estilo nacional de vida y las pautas culturales de la comunidad argentina” (ley 18.019 de creación del Ente de Calificación cinematográfica); y llegaron a establecer medidas para “pacificar” los encuentros futbolísticos. Basta recordar lo acontecido tras el encuentro que jugaron, en 1969, Estudiantes de La Plata y el Milan de Italia por la Copa Intercontinental, a cuyo término los jugadores Poletti, Aguirre Suárez y Manera pasaron 30 días en el penal de Devoto por haber incurrido en el delito de “conducta antideportiva”.



El dictador ofendido

Apenas asumido su cargo, Onganía asistió a la velada de gala del 9 de julio de 1966 en el Colón, y lo que encontró en el escenario le provocó un profundo disgusto: la versión de “La consagración de la primavera” montada por Oscar Aráiz lo hizo retirar ofuscado antes de ver el final. El espectáculo, naturalmente, bajó de escena al día siguiente. Pero lo más importante fue que la medida tomada en la ocasión dejó abierta la necesidad de revisar la temporada y generaría meses más tarde una disputa abierta entre la Casa Rosada y los sectores influyentes del ambiente cultural, pues un elemento altamente conflictivo se aprestaba a entrar en la escena nacional. Por ese entonces, uno de los músicos más prestigiosos del ambiente clásico argentino, Alberto Ginastera, estrenaba la versión lírica de la novela “Bomarzo”, basada en la novela de Manuel Mujica Láinez. En ella se narra la historia de Pier Francesco Orsini, un noble a quien la deformidad física ha aislado de sus congéneres recluyéndolo en el jardín de su castillo, donde rodeado de figuras monstruosas sobrevive a la pena existencial. La ópera resultante, escabrosa y magistralmente desarrollada como el texto original, abunda en meditaciones sobre diversos aspectos de la condición humana, entre ellos el sexo.

La presentación en Washington despertó elogios en la crítica norteamericana, que calificó de “obra maestra” a la obra. El hecho, que había contado con la promoción del entonces embajador argentino en EEUU, Alvaro Alsogaray, provocó un entredicho entre el funcionario y el presidente, y poco después el economista debió abandonar su puesto. Pero el conflicto estallaría cuando se advirtió que la obra estaba programada para la temporada 1967 del Colón, cuya lista de estrenos, pese al cambio de gobierno, había sido ratificada por la nueva gestión.

La noticia llegó, dicen, a oídos del presidente mientras asistía a la velada de gala en julio de ese año. Las fuerzas del libertinaje nacional le impedían, otra vez disfrutar del espectáculo, y su reacción no se hizo esperar: ordenó que la obra fuera analizada por la Comisión Honoraria y Asesora para la Calificación de Espectáculos Teatrales, en cuyo dictamen sobre el contenido se fundó el inmediato decreto que prohibió la representación: “El argumento de la pieza y su puesta en escena revelan hallarse reñidos con elementales principios morales en materia de pudor sexual que determinan la inconveniencia de su representación; particularmente en un teatro perteneciente a la Municipalidad, a la cual le corresponde por imperio de su ley orgánica la vigilancia de la moral pública y el ejercicio del poder de policía de costumbres”.



La burla del músico

Ginastera mostró su rechazo a la medida prohibiendo que se representara cualquier obra suya en los teatros municipales, al tiempo que se burló de la disposición observando que gracias a ella “muchas óperas deberán desaparecer del repertorio local, desde Mozart a Shostakovich, porque escenas de violencia o impulsos sexuales figuran en la mayoría de las óperas que conozco”.

Por otro lado, el decreto sólo fue aplaudido desde la cúpula de la Iglesia, a través del cardenal Antonio Caggiano, quien consideraba que “desde el punto de vista moral, «Bomarzo» es inaceptable”, agregando que sentía “pena al comprobar que el arte de personas tan bien dotadas puede exaltar las pasiones más innominables y presentarlas ante un público que aplaude una visión horrenda de abyecciones morales que no quiero nombrar”.

El representante eclesiástico no sólo dejó en claro quiénes eran los fogoneros de la reacción oficial, sino que además aclaró el pensamiento que la justificaba: la culpa de tal abominación creativa era compartida tanto por autores a los que consideraba consagrados, como por un público cuyas preferencias era necesario limitar y corregir. Pasado el incidente, y en virtud de otras necesidades populares que aunque se propuso no pudo controlar, el gobierno comenzó a perder estabilidad y su intento de reprimir toda protesta funcionó como catalizador de los conflictos del país, para terminar cercado por las protestas que lo extinguieron.

Un destino similar al del duque de Bomarzo, quien, según la novela, “murió de veneno, sin originalidad, como cualquier príncipe del Renacimiento, en el instante preciso en que creía que tornaba a ser totalmente un ascético príncipe medieval”. La ópera fue finalmente estrenada en 1972, y recreada en 1984 con una nueva puesta. Una última versión subió a escena en el Colón en 2003, con motivo del 20º aniversario de la muerte de su compositor, y esa vez incluía en su tratamiento el episodio de censura sufrido bajo el gobierno de Onganía.


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El creador censurqado. Alberto Ginastera, pluma clave de la música clásica argentina.


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