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 domingo, 03 de junio de 2007  
[Debates] - Jorge Lanata y la revisión de la experiencia guerrillera
La revolución que no fue
La historia del ejército guerrillero del pueblo desató una discusión sobre los usos de la violencia en los años 60 y 70. La novela “Muertos de amor” reabre la polémica

Rubén Chababo

En el año 2000 Gabriel Rot, codirector de la revista Lucha Armada en la Argentina, daba a conocer un exhaustivo trabajo dedicado a pensar las acciones de la insurgencia guerrillera en los años sesenta en nuestro país. El trabajo estaba focalizado en la historia del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), grupo insurgente de extracción guevarista que entre 1963 y 1964, alentado por el triunfo de la Revolución Cubana, se había propuesto comenzar la guerra revolucionaria en Argentina. El intento tuvo lugar en la provincia de Salta y tomó como modelo a la guerrilla rural del Che y Fidel Castro, que había logrado alcanzar de manera triunfal las calles de La Habana derrocando a la dictadura de Batista.

   En 2004 y desde la revista cordobesa La Intemperie comenzó a generarse un debate que, provocado por la aparición de ese primitivo ensayo, llega hasta nuestros días. ¿Cuál era o es la base de ese debate que ya ha llenado decenas de páginas y del que han participado un número importante de intelectuales y actores directos de aquellos años? No otra que la pregunta en torno a la relación entre violencia y revolución.

   Este interrogante emergió por primera vez a la quieta superficie de los debates públicos cuando se dio a conocer, a través de una entrevista a Héctor Jouvé, protagonista de aquellos años, un costado nada romántico y mucho menos luminoso de las acciones del EGP: las ejecuciones sumarias llevadas a cabo por los líderes guerrilleros en el corazón de la selva salteña y que se cobraron la vida de dos jóvenes militantes acusados de debilidad para alcanzar el triunfo revolucionario. Es decir, con dificultades para responder al ideal esperado de hombre nuevo que por aquellos años se expandía por América latina.

   Los ejecutados, a que hace referencia “Muertos de amor”, la novela de Jorge Lanata, son Pupi Rotblat, estudiante porteño de Bellas Artes, quien en medio de varias crisis asmáticas se vio impedido de soportar el entrenamiento militar, y Bernardo Groswald, ex empleado bancario cordobés que sufría continuas crisis nerviosas y se negaba a cumplir con la disciplina militar. Groswald, según los argumentos acusatorios que llevaron a justificar su fusilamiento, “no se higienizaba, lloraba con frecuencia y se masturbaba varias veces al día”.

   Aquella guerrilla estaba liderada por el Comandante Segundo, sobrenombre o alias de Jorge Masetti, un joven periodista que habiendo viajado a Cuba en 1958 con la idea de cubrir las acciones de la guerrilla en los años previos al triunfo revolucionario, conoció a Guevara y junto a él planeó reproducir la lucha revolucionaria en el noroeste argentino. La idea era que una vez que la lucha cobrara forma en la selva salteña el Che dejaría su lugar como ministro cubano de Industria y se sumaría al grupo insurgente.

   La historia del EGP comenzó un 21 de junio de 1963 en los alrededores de Tarija, donde la inteligencia cubana había comprado la finca de Embororazá —allí los guerrilleros hicieron su juramento de fidelidad— y terminó en durísimo fracaso, dos semanas antes del 18 de marzo de 1964, fecha programada para alcanzar su primer objetivo: la toma del pueblo jujeño de Yuto.

   Guevara nunca logró, como estaba en los planes, sumarse al grupo que operaba en territorio argentino: sin pertrechos adecuados y en un medio hostil, frente a la desconfianza de los propios campesinos, los guerrilleros cayeron rendidos ante la Gendarmería prácticamente en el primer contacto.

   Luego de un intenso tiroteo, murieron seis guerrilleros y catorce cayeron presos. Masetti y un cordobés desaparecieron para siempre. Se hicieron muchas conjeturas acerca de su destino. Lo más probable es que hayan sucumbido víctimas de la falta de víveres, las enfermedades y las dificultades que la naturaleza presenta en medio de la montaña selvática. Pero esta historia acaso hubiera quedado en el olvido si no fuera porque el recuerdo del fusilamiento de Rotblat y Groswald por parte de los propios guerrilleros salió a la luz cuatro décadas más tarde.

   “Muertos de amor”, de Jorge Lanata, penetra la espesura de la selva para volver a contar esta historia. Revisa documentos doctrinarios, lee testimonios de ex militantes y reconstruye con habilidad la compleja trama de formación de este grupo insurgente.

   Apelando a la técnica de la polifonía, Lanata cruza voces, imagina diálogos, recrea notas de diarios íntimos —al estilo de los que el Che escribía en Sierra Maestra—, transcribe normas doctrinales de conducta revolucionaria y con todos esos elementos construye un palimpsesto por el que transitan los personajes de una novela que busca demostrar que muchas veces el sueño revolucionario exigió de sus impulsores cuotas nada despreciables de intolerancia y dogmatismo: la reproducción de fragmentos pertenecientes a los documentos políticos que por aquellos años guiaban la acción —citas de discursos del Che o extractos de documentos del Partido Comunista chino— corrobora aquello que la ficción construye.

   Si bien “Muertos de amor” decae estilísticamente por la apelación a un estilo narrativo que por momentos recurre a clichés altisonantes y abusa de un tono coloquial en algunos casos infelizmente trabajado, es indudable que su autor logra ubicarse entre los primeros de alcance masivo que piensan desde una perspectiva crítica un tema poco abordado por la narrativa argentina.

   Lanata parece empeñado en despojar al pasado de un matiz exclusivamente mítico, al tiempo que convencido de que sólo una lectura decidida a penetrar la zona más dolorosa de aquel pretérito permitirá echar luces acerca de nuestra historia. El hecho de que haya elegido relatar la historia del fusilamiento de dos jóvenes militantes por parte de sus propios pares y el gesto de exhumar documentos con contenidos observables desde cualquier punto de vista ético —que, en definitiva, son los que terminaron avalando acciones como esas— evidencian su interés en poner aquel pasado en discusión y debate. “En este libro no hay nada que yo no piense. Aquella idea de la creación del hombre nuevo es un delirio. Para mí todo asesinato es sólo asesinato”, insiste Lanata cuando se le preguntan las razones que impulsaron la escritura de su novela.

   “Muertos de amor” concluye aún mucho más duramente de cómo comienza. Hacia el final de la novela se reproduce una carta de Jorge Masetti, hijo del Comandante Segundo, quien fue férreo militante del Partido Comunista y miembro del Servicio de Inteligencia cubano y en los años 90, a raíz de los fusilamientos ordenados por Fidel Castro contra cuatro altos mandos de la Revolución, decidió abandonar Cuba.

   La carta de Masetti hijo, quien hoy vive en el exilio, enlaza la sangre absurdamente derramada de aquellos jóvenes en el verdor de la selva salteña con los grises paredones de ajusticiamiento erigidos por el régimen castrista contra sus antiguos colaboradores: “La revolución ha sido un pretexto para cometer las peores atrocidades quitándoles todo vestigio de culpabilidad. Nos escudábamos en la meta de la búsqueda de hacer el bien a la humanidad. (...) hoy puedo afirmar que por suerte no obtuvimos la victoria, porque de haber sido así, teniendo en cuenta nuestra formación y el grado de dependencia con Cuba, hubiéramos ahogado el continente en una barbarie generalizada”.

La dura confesión de Masetti hijo incluida por Lanata en la novela puede ser leída como una forma de recordar, por parte del autor, la pervivencia en el presente de oscuras prácticas cometidas bajo el pretexto de defender la Revolución; pero aún más, debe ser entendida como una invitación a pensar y polemizar, —con la absoluta certeza de no llegar a un acuerdo común y consensuado—, acerca de un pretérito bastante cercano a nuestras vidas que todavía tiene mucho para decirnos y enseñarnos, y cuyas voces, las de muchos de sus protagonistas y testigos, recién comienzan a escucharse.
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Los mandos. Ernesto Guevara y Jorge Masetti, el Comandante Segundo.


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