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 domingo, 13 de mayo de 2007  
Vancouver: el rincón del legendario capitán inglés

Daniel Molini

Pocos países del mundo se empeñan en ser tan exagerados como Canadá: más de diez millones de kilómetros cuadrados de superficie, 38 parques nacionales, alguno más grande que muchas repúblicas, cuatro áreas de conservación marina —con tristísimas excepciones si uno se llama foca—, 244.000 kilómetros de costa, y una provincia, Nunavut, donde residen esquimales, al menos aquellos que pueden seguir presumiendo de ese nombre.

Nuestro destino perpetúa el nombre de George Vancouver, un capitán inglés que reclamó territorios para el imperio británico. La fascinación comienza pronto, en el propio aeropuerto de llegada, Fairmont, una maravilla de luz y diseño. Cristales, maderas y cascadas de agua parecen querer demostrar las riquezas del país. Quizás por eso la lentitud para superar los rigurosos trámites migratorios.

Por suerte el tiempo pasa pronto mirando esculturas volantes, tótems y estructuras que penden sobre cables, como una réplica del avión diseñado por Leonardo da Vinci que parece esperar una brisa para soltarse de sus amarras. Ya en la ciudad uno sabe que está muy cerca del mar porque el trazado de las calles intentan abrazarlo. El muelle es enorme, y allí está instalado el Canadá Place, el único pabellón que quedó en pie tras la Expo Universal de 1986, sitio visitado por viandantes, cientos de gaviotas y cuervos.

El centro es atractivo, limpio y moderno, repleto de rascacielos que mezclan cristales espejados con mucha vegetación, porque el espacio en América del Norte no es tratado con avaricia. La mayoría de los edificios tienen galerías en sus fachadas, fuentes, jardines o esferas de cristales, donde se mezclan el buen gusto con el dinero, y el poder con la gloria de los arquitectos. Toros esculpidos, piedras alegóricas labradas y metales brillosos, en síntesis tradición entreverada con modernidad. En la avenida Córdova se descubren, mirando para arriba, techos verdes como el cobre viejo y farolas adornadas con flores naturales. Allí aguarda una gloria arquitectónica que pertenece a la Hudson Bay Co., compañía que en tiempos de colonia fue dueña de gran parte de las tierras.

Caminando despacito se descubren hitos como el hotel Vancouver, una exageración de buen gusto que ocupa toda una manzana y abre sus puertas a reyes y mandatarios.

Muy cerca de allí está el pintoresco barrio de Gastown con la estatua de su fundador, un tal Gassy Jack que aparece montado sobre un tonel de whisky. Una inscripción aclara: “1830/1875”, por lo visto el período más remoto al que nos lleva la historia del lugar. Antes de desplazarse a la calle Robson, Gastown —de allí la alegría del señor del tonel— era el centro de la vida nocturna.

A un tiro de piedra de Gassy Jack, en la intersección de las calles Combie y Water, existe un reloj de vapor. Desde hace lustros despierta alegrías en forma de pitos cada quince minutos, reservando las horas justas para transformar su sonido en un remedo de tren. Según la literatura turística es el único ingenio de su tipo en el mundo.



Un mirador giratorio



Un mirador que gira, instalado en la Harbour Tower a modo de restaurante, permite ver los límites de Vancouver, Transcurriendo por la calle Burrard en sentido opuesto al mar se atraviesa el puente del mismo nombre, accediendo —tras un corto trayecto— a la Universidad de British Columbia y al Queen Elizabeth Park.

El parque tiene dimensiones inconcebibles. Desde allí —los nativos le llaman la pequeña montaña— se disfruta una vista panorámica muy buena, prácticamente en todas direcciones.

Una escultura de Moore, de las tantas que parecen sembradas en la naturaleza, muestra los sugerentes volúmenes que utilizaba el maestro para deslumbrar con su arte. Lleva por título Kuafe Edge.

Ya de regreso al centro, discurriendo por la calle Georgia, se llega al Puente de los Leones. Pero antes puede verse el Narrow Building, uno de los edificios más estrechos del mundo y el mercado chino, con la presentación de una gran variedad de frutos de todas partes.

Por la misma calle Georgia se llega al Stanley Park, 400 hectáreas de verdes de diferentes tonos, con lagunas, clubes, zoológico, restaurantes y paseos. Es el mayor parque ciudadano de Norteamérica, con una estatua de Robert Burns, una de las cuatro que existen en el mundo, y una instalación de tótems interesante, la mayoría de ellos con relieves en forma de águila con las alas desplegadas. Saliendo del Parque Stanley por el Puente de los Leones, se puede observar un cañón que dispara al muelle balas de fogueo, todos los días a las nueve en punto.


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El viejo tranvía circula por las calles del barrio de Gastown de la ciudad de Vancouver.


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