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 domingo, 13 de mayo de 2007  
[Huellas]
Atahualpa Yupanqui, el hombre y la leyenda
El centro cultural Bernardino Rivadavia es escenario de un importante ciclo en homenaje al gran artista. Los recuerdos de uno de sus amigos

Por Miguel Angel Gutiérrez

Atahualpa Yupanqui nació —pocos lo saben— en el Campo de la Cruz, José de la Peña, Pergamino, provincia de Buenos Aires, el 31 de enero de 1908. Su verdadero nombre era Héctor Roberto Chavero.

Decía Yupanqui: “Los días de mi infancia transcurrieron de asombro en asombro. Nací en un medio rural y crecí frente a un horizonte de balidos y relinchos. Era un mundo de sonidos dulces y bárbaros a la vez. Pialadas, vuelcos, potros chúcaros, yerras, ijares sangrantes, espuelas crueles, risas abiertas, comentarios de duelos, carreras, domas, supersticiones”. De su compañera eterna, la guitarra, Atahualpa contaba: “Se hizo presente en mi vida desde las primeras horas de mi nacimiento”.

En 1917 su familia se traslada a Tucumán y el pequeño encuentra otro paisaje, otros hombres, otras melodías, otros misterios. La vida lo había colocado, según él mismo diría después, “en el reino de las zambas más lindas de la tierra”. Allí aprendió que el hombre canta lo que la tierra le dicta. Que el cantor no elabora: solamente traduce. La temprana muerte de su padre lo hizo prematuramente jefe de familia. Juega tenis, boxea, se hace periodista y comienza a responder a un llamado que signará su destino: el del camino. Será improvisado maestro de escuela, luego tipógrafo, cronista, vagabundo, observador músico y coplero desconocido.

El viajero incansable
A los 18 años, con su guitarra, una pequeña valija y unos pocos pesos se larga por los caminos del país para conocer no sólo su geografía sino también su canto. Luego llegó la experiencia periodística en Rosario. Después vendrá Córdoba, la pensión de la calle Palestina, la pobreza vetando vocaciones científicas hoy insospechadas en Yupanqui y la amistad con importantes personalidades de la cultura, la ciencia y la política (entre ellos, el genial Deodoro Roca), que irían moldeando su perfil de artista popular.

Su recorrido por los Valles Calchaquíes le irá señalando el camino. Todos esos viajes los hizo a lomo de mula, en compañía de dos amigos.

En 1935 se lo convoca a la inauguración de Radio El Mundo. Allí hace conocer bagualas, vidalas, zambas, gatos y chacareras, géneros populares que comienza a grabar en 1936 para el sello RCA Víctor. Luego, nuevamente el regreso a Tucumán y los amigos con quienes tomábamos mate y poníamos un pañuelo en la guitarra debajo de las cuerdas. Así podíamos tocar hasta el alba sin molestar a los vecinos.

De regreso a Buenos Aires, actúa nuevamente en radio y firma contrato con el sello discográfico Odeón, en el que permanecerá durante más de cuarenta años.

En 1941, en la ciudad de Jujuy se publica su primer libro de versos, “Piedra sola”. En el 43 publica “Aires indios”. En 1945, junto a un grupo de intelectuales, se afilia al Partido Comunista en un acto público realizado en el Luna Park, asumiendo sin disimulo un compromiso político que habría de durar siete años. Yupanqui, antifascista, cree encontrar en esta agrupación política la alternativa democrática que le permitía luchar contra el régimen que gobernaba el país. Tal actitud le significaría importantes consecuencias personales y artísticas. Se prohibió su actuación en teatros, radios, bibliotecas y escuelas. Fue detenido varias veces y estas circunstancias sólo lograron inspirar su obra de mayor envergadura: “El payador perseguido”.

Lejos de los partidos
En 1952 se apartaría definitivamente de la política partidaria pero nunca de su compromiso con la gente. Es entonces cuando comienza a escribir las mejores canciones de lo que hoy se llama “protesta” y que no eran sino el compromiso de un hombre sensible a los padecimientos de otros hombres y que tenía la suficiente valentía para cantarlos. En 1947 da a luz su novela “Cerro bayo”, que años después se tornaría en guión para la película “Horizontes de piedra”. En 1949 viaja a París, donde conoce a Paul Eluard, Louis Aragon y Elsa Triolet, entre otros poetas, pintores e intelectuales. Fue Eluard quien lo presentó a Edith Piaf, “el gorrión de París”, que por entonces actuaba en el Teatre Athénee. La artista quedó deslumbrada al escuchar a Yupanqui y le ofreció actuar en su espectáculo, lo que aconteció el 6 de junio de 1950. Fue este uno de los momentos que Atahualpa guardó con mayor emoción en su memoria. Inmediatamente firmó contrato con Chant du Monde, la compañía grabadora que editó su primer larga duración en Europa, “Minero soy”, que obtuvo el primer premio al mejor disco extranjero de la Academia Charles Cros, entre 350 participantes de todos los continentes en el concurso internacional de folklore.

En 1964 viaja por primera vez a Japón, al que recorre desde las ciudades más importantes hasta las aldeas más remotas. Desde 1969 es España la que abre su caja de resonancia para atesorar el sonido y la palabra de Atahualpa. Durante todo ese año recorrió la geografía de la Madre Patria de pueblo en pueblo, de asombro en asombro. En 1968 regresa a París y “Le Monde” comenta: “Su nombre suena como eco de leyenda y se sabe que él lo ha escogido en homenaje a sus abuelos. Para la Argentina, su país natal, como para América latina, Yupanqui es el poeta con guitarra que recorre los pueblos, llanuras y sierras para cantar el alma india con fervor. En realidad, detrás de esa imagen romántica se oculta un artista complejo, un poeta social”.

Yupanqui será sorprendido por la muerte en Nimes, cerca del Mediterráneo, el 23 de mayo de 1992. Tampoco fue ese el final de su andar. Hubo de regresar, ceniza ya, a su pago querido del Cerro Colorado. A la “querencia” que él había construido robándole las piedras al paisaje y nutriéndolo de sonidos y voces. Fue el 8 de junio de 1992. Un puñado de amigos enmudeció con él en la mañana gris. Luego, pasado el llanto, habrían de volver en el cauce inimitable de las gargantas populares, cerrando así el itinerario del canto que él mismo delineara en el poema: “La tierra señala a sus elegidos./ Y al llegar al final, tendrán su premio: nadie los nombrará,/ serán lo anónimo,/ pero ninguna tumba guardará su canto”.


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El gran Atahualpa, en estrecho abrazo con su guitarra.


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