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 domingo, 29 de abril de 2007  
Canadá: maravillas del norte

Después de una visita a Vancouver, y utilizándola como lanzadera turística, se imponen algunas excursiones por tierra y mar: Capilano, Grousse Mountain y la isla Victoria. Capilano es un cañón profundo, muy profundo, que presta su lecho a un río transparente. Un puente lo salva, el Capilano Suspension Bridge, tensado entre ambas riberas con hilos de acero. Su plataforma de madera, acostumbrada a moverse al compás de los caminantes, presume de ser el puente peatonal más largo del mundo.

La zona es una especie de parque temático, administrado por una empresa que ofrece distintos atractivos: jardines, lugares donde tallan tótems, museos y tiendas varias. El turismo propicia actividades mercantiles dirigidas al beneficio, en este caso exacerbado por la belleza del lugar, donde se suman cimas, agua, aire limpio, claridad y verde por donde se mire.

Cerca del puente existe un criadero de salmones donde se reproducen distintas variedades, algunas de ellas con nombres poéticos como arc en cielo de verano, o arc en cielo de invierno. Los salmones pueden ser vistos, a través de cristales, nadando corriente arriba en busca del origen de la vertiente cristalina. No saben los pobres que en ese sitio, lo único que conseguirán conforme vayan saltando cascadas, es ir creciendo en tamaño, hasta quedar prisioneros en unas piletas desde donde partirán para repoblar ríos.

Criaturas sacrificadas los salmones, empeñados en regresar, siempre pugnando contra de la ley de la gravedad y todos los depredadores con tal de desovar en el mismo lugar donde nacieron.

Desde la piscifactoría a la montaña Grousse no hay un largo trecho. Ya en el sitio un funicular moderno eleva a los visitantes hasta la cumbre, reemprendiendo desde allí un segundo vuelo en aerosilla, con el objeto de disfrutar de un panorama donde la protagonista es la naturaleza. Toda la instalación, que en invierno se utiliza como estación de esquí, está decorada con tallas.

Aguilas, osos, zorros, leñadores, cabras y montañeros hechos en madera, labradas con una precisión milimétrica, sobre todo teniendo en cuenta que los trabajos fueron efectuados por un solo hombre, sobre troncos de la zona y simplemente con sierra eléctrica.

Victoria, capital de la provincia de British Columbia, situada en el sureste de la isla Vancouver, exige dedicación plena. El traslado desde Vancouver ocupa 90 minutos de ferry. El atraque es en la bahía Schwartz, que se abre a una isla de 500 kilómetros de longitud por 100 de ancho, considerada por algunos como el Caribe del Norte. En ella existen lagos que no se congelan en invierno y permite la llegada de hidroaviones durante todo el año.

En la ciudad se llega primero a la catedral de St. Andrews, repleta de turistas, austera en comparación con otros edificios que destacan; el Parlamento y el hotel Empress, con un diseño elegante y muy lujoso, donde vivió muchos meses el escritor Rudyard Kipling.

Un bar del mismo lleva el nombre del ganador del Nobel de Literatura de 1907.

A un costado, en una plaza que “fabrica” ardillas, crece un árbol al que habría que rendir culto. Su tronco tiene una tonalidad roja, y si uno lo acaricia un poco, despegando una corteza muy delicada, muestra una superficie de color verde pistacho. Las ramas abiertas parecen dejar un espacio suficiente para que jueguen todos los pájaros del lugar. Victoria es elegante, luminosa, repleta de flores y de casas de maderas pintadas con colores vivos. El puerto es chiquito y los negocios compiten para hacer los escaparates más atractivos.

Dando al paseo ribereño, y por lo tanto frente al hotel y muy cerca del Parlamento, se alza una estatua de James Cook, el navegante británico que tanto hizo por conocer los mares y los ríos, sobre todo en Canadá.

Cuando promedia la tarde, y para completar una jornada al aire libre, se debe visitar el Butchart Garden, aproximadamente a veinte kilómetros de Victoria, a mitad de camino entre ésta y Sydney, fundado en 1904 por la familia Butchart a partir de los restos que quedaban de una mina.

Los propietarios convirtieron lo que era una explotación impresionante de tierra en un lago y el resto del terreno en un jardín de muchas hectáreas. Canteros, árboles y sobre todo flores, que cambian cada estación y lo convierten en un paraíso.

Posee una de las colecciones de rosas más importantes del mundo, cada una con su nombre, cada nombre con su cartel, cada cartel en su sitio y cada sitio visitado por miles de curiosos sorprendidos.

Agua formando cascadas, adornando fuentes, fabricando lagos. Flores tropicales, canteros exóticos, tulipanes, pensamientos, y todo el alfabeto en cinemascope: amaranthus, begonias, camelias, crisantemos, cinerarias, prímulas, rododendros, jacintos, lilas, margaritas, cardos; plantados con mucho arte formando figuras geométricas, e incluso, ¡o gloria!, un ejemplar idéntico al que había que reverenciar, por supuesto con su correspondiente cartel: arbutus menziesii o arbutus de Madrona.

Victoria trata muy bien a sus visitantes, porque sabe que su economía se sustenta, en gran parte, en el turismo. No es extraño que todos los que llegan se marchen complacidos.
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Las flores y pintorescas casa de madera amenizan el apseo ribereño en Victoria, tierra de marinos.


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