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 domingo, 15 de abril de 2007  
Para beber: sabores especiales

Gabriela Gaspraini

Llegamos a lo que podríamos denominar el último encuentro de repaso a vuelo rasante, y tiene que ver con el gusto. La lengua jugará un papel preponderante en lo que hace a las impresiones gustativas, pero no será la única, se sumarán los labios y otras partes de la boca encargadas de transmitirnos sensaciones táctiles como el cuerpo, la temperatura y la astringencia.

Empecemos con las señales a las que estamos más acostumbradas. Sabemos que los diferentes tipos de papilas se encargan de comunicar sensaciones específicas, que en el caso del vino serán dulces debidas a los azúcares. Acidas, por los ácidos málico, cítrico, láctico y tartárico. Amargas, por los compuestos fenólicos, ésteres, y algunos otros. Y saladas, que no percibimos muy frecuentemente al tomar el noble jugo, pero están, y llegan de la mano de ácidos orgánicos y minerales. En cuanto a las informaciones táctiles, advertiremos en mayor o menor medida los caracteres grasos, untuosos, aterciopelados, debidos al glicerol, los terpenos, las pectinas. No todos los sabores impactan al mismo tiempo, y en esto tiene que ver el lugar de la lengua en el que se sienten. Lo dulce es lo primero que notamos, y su lugar de irrupción es la punta; seguido de cerca por lo salado y lo ácido, en los lados. El amargor es lo que más lento se desarrolla, se percibe al final de la lengua, y si bien su aparición la apreciamos tardíamente, su presencia dura más.

Es erróneo pensar que lo más importante en una cata es el gusto. Si hacemos la prueba de taparnos la nariz nos parecerá que perdimos el gusto, como cuando debíamos tomar un remedio en nuestra más tierna infancia, y en realidad lo que falta es el olor. Lo que se intenta es analizar las características de lo que estamos probando. Se dice que un buen vino es aquel en el que no sobresale un sabor en especial, sino que es equilibrado y un sabor agradable y prolongado. Para determinar la duración de la sensación debemos tratar de percibir, una vez que el vino ha abandonado nuestra boca, ya sea porque lo tragamos o porque lo escupimos como los catadores profesionales, si todavía podemos apreciar las mismas cualidades que cuando lo teníamos in situ. La diferencia de tiempo que dure esta experiencia es la que nos llevará a catalogar al caldo como corto o largo. Esto que se llama persistencia aromática intensa, tiene una relación innegable con la calidad del vino, y se mide por la cantidad de segundos de perdurabilidad.

Cuando nos referimos a un gran vino estamos seguras de que la persistencia va a conservar durante varios segundos una intensidad aparentemente constante, que disminuirá primero un poco abruptamente, y luego de manera lenta hasta desaparecer. La primera parte de este fenómeno sería la persistencia aromática intensa, cuya duración se mide en caudalías, una caudalía es igual a un segundo.

Según los expertos, la jerarquía tradicional de los vinos de una región está en estrecha relación con la caudalía. Esto los llevó a que en un concurso que se hizo en Budapest en 1972 propusieran una clasificación de los vinos según esta medida en relación a la calidad: cero segundos para los vinos comunes, de 2 a 3 para los vinos ligeros y primerizos, de 3 a 5 para los que tienen Denominaciones de Origen, y de 10 a 12 para los grandes vinos. Hay que señalar que las sensaciones ligadas a la acidez, el alcohol, la suavidad y los taninos, tampoco desaparecen inmediatamente, y su persistencia produce lo que se conoce como final de boca. Si se pierden discretamente, el final de boca se puede calificar como limpio; en cambio se definirá como anormal cuando se sienta un mal gusto una vez desaparecido el vino.



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