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 domingo, 08 de abril de 2007  
Para beber: aromas escondidos

Gabriela Gasparini

El domingo pasado nos dedicamos a la vista, hoy pondremos nuestro entusiasmo en el olfato. No está demás decir que hay narices y narices, y no me refiero ni al tamaño natural ni a las bondades conseguidas mediante cirugía. Estoy hablando de la facilidad que tienen unas más que otras de percibir olores, y además de poder identificar lo que se huele. Más de una vez nos descubrimos declarando: “Este olor lo conozco pero no puedo decir qué es”. Las sensaciones olfativas, tanto las percibidas por la vía nasal directa como las que descubrimos por la vía retronasal, nos van a proporcionar algunos de los criterios más importantes para juzgar la calidad de un vino. Nada de abalanzarse a tomar la copa y empezar a zarandearla, primero hay que oler el vino quieto para percibir lo que desprenden las moléculas que se volatilizan en ese estado. Una vez finalizada esa etapa, entonces sí nos entretendremos en provocar un alud de aromas agitándola como habrán visto hacer miles de veces. Ellos llegarán con variada intensidad según sea la forma y el tamaño de la copa, el modo de moverla y la temperatura del preciado líquido.

   El vino debe sentirse inmediatamente después de que lo empujamos a ese remolino que aumenta el contacto con el aire, y la evaporación de sustancias olorosas. El movimiento que se imprime a la copa, sosteniéndola por el pie, rompe la superficie del vino haciéndolo subir a lo largo de las paredes, que quedan mojadas, llenando de vapores olorosos la parte vacía. Esta agitación aumenta mucho la evaporación haciendo que se destaque el olor. Ahora sí, metemos la nariz para sentir lo que tiene para contarnos.

   Una práctica que depara gratas sorpresas es tratar de percibir lo que emana cuando queda vacía, porque la fuerza capilar retiene una delgada película de vino en contacto con la copa, y con el aire que al calentarse provoca una evaporación que enriquece la impresión olfativa.

En ese primer golpe, aunque no se sepa bien qué es, sí podemos decir si lo que percibíamos era débil o intenso, agradable o desagradable. Después, al hilar más fino, se destapan los aromas escondidos. Ahora detengámonos en el momento de la descripción, este es un acto absolutamente personal.

   Como método para hacer más fácil la identificación de los olores, lo mejor es referirlo a otros conocidos, sobre todo a los relacionados con la naturaleza, por ejemplo, vegetales, florales, frutales, animales, especiados, y sumarle los químicos. A los anteriores podría agregarse el grupo de ésteres, provenientes de la fermentación, que recuerdan la miel y la cera en los buenos blancos. Los olores de queso, cerveza, yogurt y levadura, poco agradables, son debidos a problemas durante la fermentación.

   El abanico de sensaciones cada vez se abrirá más, es cuestión de tiempo, con práctica todas llegarán a descubrir qué esconde esta bebida detrás de sus velos. Claro que siempre podrán escuchar o leer “del intenso y característico olor a almizcle procedente de la secreción de la glándula abdominal de la cabra de las altas montañas de Asia, que se encuentra en los vinos tintos, y a veces blancos, evolucionados después de un buen envejecimiento”. O, “del olor a zorro, tan desagradable que aparece en los vinos mal vinificados o procedentes de cepas híbridas”. Pero yo no lo recuerdo, hace rato que me deshice del sacón de piel, conciencia ecológica de mi hija mediante.



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