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 domingo, 12 de noviembre de 2006  
Los efectos benéficos de la elección misionera

En la política argentina, tal como sucede en el fútbol, suelen importar mucho más los resultados que las intenciones. Los recientes sucesos ocurridos en la provincia de Misiones, donde la decisión popular expresada democráticamente por intermedio de las urnas impidió la posibilidad de la reelección indefinida del gobernador Carlos Rovira, han desatado una bienvenida tormenta en el firmamento político nacional. La inmediata consecuencia de la frustración sufrida por el proyecto del mandatario mesopotámico, prohijado y estimulado por el propio presidente Kirchner, han sido los renunciamientos de dos gobernadores que aspiraban a la continuidad en su cargo, el bonaerense Felipe Solá y el jujeño Eduardo Fellner. Y más allá de que la actitud de ambos debe ser evaluada de manera positiva, el sabor que deja en la boca el ulterior análisis resulta parcialmente amargo.

   El obispo misionero Joaquín Piña fue el gran causante del terremoto que en la escala de Richter de la política vernácula alcanzó más grados de los esperables. El todopoderoso jefe del Estado, quien en su propia provincia de Santa Cruz había impulsado oportunamente un proyecto de reelección ilimitada del gobernador, presenció acaso con sorpresa la estrepitosa derrota de su aliado a manos de un hombre de la Iglesia sobre cuyos antecedentes nadie conocía una palabra. Rápido de reflejos, Kirchner

—a quien nunca podrá cuestionársele su vocación por mandar en sintonía con el certero barómetro que constituye la opinión de la gente— dio un viraje cuya brusquedad sorprendió a todos los analistas. Y de golpe, el mismo presidente que apoyaba a sus amigos a perseguir el dorado objetivo de la perpetuación se transformó en quien los exhortaba a despojarse de todas sus ambiciones personales. En buen criollo, aquel que los instó a “bajarse del caballo”.

   La síntesis de lo acaecido no se presenta como compleja: básicamente, subsiste la imagen de que aquellos comportamientos que deberían producirse de manera espontánea en una dirigencia sana y respetuosa de las normas del sistema republicano son involuntariamente generados por un disparador que se encuentra en las antípodas de la ética: el oportunismo. Los adjetivos calificativos que surgen de modo inmediato no pueden separarse de la esfera de la crítica más impiadosa.

   Pero si nos ceñimos —tal cual es cuestionable costumbre en nuestro fútbol de cada día— a los resultados, se torna difícil evitar la sonrisa. Y es que lo que ha pasado es bueno. Muy bueno. Aunque no haya ocurrido por amor, sino por espanto.

   Claro que el elemento que merece ser finalmente privilegiado en la lectura de los comicios de Misiones es que la ciudadanía fue la que se ocupó en persona de marcar el camino correcto y de que una provincia lejana del núcleo duro del poder fue capaz de señalar con firmeza el rumbo político de todo un país. La capacidad ejemplificadora de la atípica elección excede con largueza el efecto puramente coyuntural y se prolonga hacia el porvenir con la misma aptitud sembradora que la mejor de las semillas.

   Las dirigencias deben cambiar y aún están a tiempo para hacerlo. La reactivación económica de la que disfruta la Nación —a esta altura, de carácter irrebatible— necesita ser acompañada y consolidada desde el crucial terreno institucional. No resulta admisible que aquellas actitudes que deberían emanar con naturalidad de quienes ostentan la responsabilidad de la conducción a los más altos niveles se produzcan como corolario de una derrota en las urnas.

   Roviras hubo y hay muchos en el escenario político argentino. Los mismos votantes que los engendraron saben ahora que está en sus manos el poner fin a sus desmedidas ambiciones.

   En lo más alto de la pirámide, en tanto, se ha recapacitado. Y aunque el punto de partida del saludable retroceso diste de ser el más deseable, en este caso puede decirse con absoluta justicia que el fin está plenamente justificado por los medios. Es una lástima, sin embargo, que a tan valiosa meta se haya llegado por el peor de los caminos posibles.


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