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 domingo, 05 de noviembre de 2006  
[Adelanto]
Enseñar a pensar
Siglo XXI publica el segundo volumen de "Matemática... ¿estás ahí?". En este capítulo el autor recuerda a uno de sus maestros, y la historia de una lección básica

Adrián Paenza

Luego de graduarme como licenciado (a fines de 1969), estuve por unos años fuera de la facultad trabajando exclusivamente como periodista. Una noche, en Alemania, más precisamente en Sindelfingen, donde estaba concentrado el seleccionado argentino de fútbol, comenté con algunos amigos que al regresar al país intentaría volver a la facultad para saldar una deuda que tenía (conmigo): quería doctorarme. Quería volver a estudiar para completar una tarea que, sin la tesis, quedaría inconclusa. Era un gran desafío, pero valía la pena intentarlo.

Dejé por un tiempo mi carrera como periodista y me dediqué de lleno a la investigación y a la docencia en matemática. Luego de un concurso, obtuve un cargo como ayudante de primera con dedicación exclusiva, y elegí como tutor de tesis doctoral a Angel Larotonda, quien había sido mi director de tesis de licenciatura. "Pucho" (así le decíamos a Larotonda) tenía muchísimos alumnos que buscaban doctorarse. Entre tantos, recuerdo los nombres de Miguel Angel López, Ricardo Noriega, Patricia Fauring, Flora Gutiérrez, Néstor Búcari, Eduardo Antín, Gustavo Corach y Bibiana Russo.

La situación que se generó con Pucho es que éramos muchos, y era muy difícil que tuviera tantos problemas para resolver, y que pudiera compartirlos con tantos aspirantes. Recuerdo ahora que cada uno necesitaba un problema para sí. Es decir que cada uno debía trabajar con su problema. La especialidad era Topología Diferencial. Cursábamos materias juntos, estudiábamos juntos, pero los problemas no aparecían.

Algo nos motivó a tres de los estudiantes (Búcari, Antín y yo) a querer cambiar de tutor. No se trataba de ofender a Larotonda, sino de buscar un camino por otro lado.(...)

Así fue como apareció en nuestras vidas Miguel Herrera, quien recién había vuelto al país después de pasar algunos años como investigador en Francia. Reconocido internacionalmente por su trabajo en Análisis Complejo, sus contribuciones habían sido altamente festejadas en su área. Miguel había formado parte del grupo de matemáticos argentinos que emigraron luego del golpe militar que encabezó Juan Carlos Onganía en 1966, y se fue inmediatamente después de la noche infame de "los bastones largos". Sin embargo, volvió al país en otro momento terrible, porque coincidía con otro golpe militar, esta vez el más feroz de nuestra historia, que sometió a la Argentina al peor holocausto del que se tenga memoria.

Herrera era el profesor titular de Análisis Complejo. Al poco tiempo, Antín, en su afán de convertirse en crítico de cine y árbitro de fútbol (entre otras cosas), decidió bajarse del proyecto, pero Néstor Búcari (a partir de aquí "Quiquín", su sobrenombre) y yo fuimos nombrados asistentes de Herrera y jefes de trabajos prácticos en la materia que dictaba. Si uno quiere aprender algo, tiene que comprometerse a enseñarlo... Ese fue nuestro primer contacto con nuestro director de tesis. Empezamos por el principio. La mejor manera de recordar lo que habíamos hecho cuando tuvimos que cursar Análisis Complejo (y aprobarla, claro) era tener que enseñarla. Y así lo hicimos.

Pero Quiquín y yo queríamos saber cuál sería el trabajo de la tesis, el problema que deberíamos resolver. Herrera, paciente, nos decía que no estábamos aún en condiciones de entender el enunciado, y ni hablar de tratar de resolverlo. Pero nosotros, que veníamos de la experiencia con Pucho, y nunca lográbamos que nos diera el problema, queríamos saber.

Un día, mientras tomábamos un café, Herrera abrió un libro escrito por él, nos mostró una fórmula y nos dijo: "Este es el primer problema para resolver. Hay que generalizar esta fórmula. Ese es el primer trabajo de tesis para alguno de ustedes dos". Eso sirvió para callarnos por un buen tiempo. En realidad, nos tuvo callados por mucho tiempo. Es que salimos de la oficina donde habíamos compartido el café y nos miramos con Quiquín, porque no entendíamos nada. Después de haber esperado tanto, de haber cambiado de director, de cambiar de tema, de especialidad, de todo, teníamos el problema, sí... pero no entendíamos ni siquiera el enunciado. No sabíamos ni entendíamos lo que teníamos que hacer.

Esa fue una lección. El objetivo entonces fue hacer lo posible, estudiar todo lo posible para entender el problema. Claro, Herrera no nos dejaría solos. No sólo éramos sus asistentes en la materia para la licenciatura que dictaba sino que, además, nos proveía de material constantemente. Nos traía papers escritos por él o por otros especialistas en el tema, y trataba de que empezáramos a acostumbrarnos a la terminología, al lenguaje, al tipo de soluciones que ya había para otros problemas similares. En definitiva, empezamos a meternos en el submundo del Análisis Complejo. (...)

Miguel venía todos los días a la facultad a ver qué habíamos hecho el día anterior: qué dificultades habíamos encontrado, qué necesitábamos. Así construimos una relación cotidiana que nos sirvió para enfrentar muchas situaciones complicadas y momentos de dificultad en los que no entendíamos, no nos salía nada y no podíamos avanzar. Encontrarnos todos los días, siempre, sin excepciones, nos permitió construir una red entre los tres que nos sirvió de apoyo en todos esos momentos de frustración y fastidio.

El problema estaba ahí. Ya no había que preguntarle más nada a Herrera. Era nuestra responsabilidad estudiar, leer, investigar, preocuparnos para tratar de entender. Con Quiquín siempre confiamos en Miguel, y él se ganó nuestro reconocimiento no por la prepotencia de su prestigio, sino por la prepotencia de su trabajo y su constancia. Miguel estuvo ahí todos los días.

Una mañana, de las centenares que pasamos juntos, mientras tomábamos un café, nos miramos con Quiquín y recuerdo que nos quedamos callados por un instante. Uno de los dos dijo algo que nos hizo pensar en lo mismo: ¡acabábamos de entender el enunciado! Por primera vez, y a más de un año de habérselo escuchado a Miguel, comprendíamos lo que teníamos que hacer. De ahí en adelante, algo cambió en nuestras vidas: ¡habíamos entendido! Lo destaco especialmente porque fue un día muy feliz para los dos.

Un par de meses más tarde, un día cualquiera, súbitamente creímos haber encontrado la solución a un problema que los matemáticos no podían resolver hacía ya siglos. ¡No podía ser! Teníamos que estar haciendo algo mal, porque era muy poco probable que hubiéramos resuelto una situación que los expertos de todo el mundo investigaban desde tanto tiempo atrás. Era más fácil creer (y lo bien que hicimos) que estábamos haciendo algo mal o entendíamos algo en forma equivocada, antes que pensar que pasaríamos a la inmortalidad en el mundo de la matemática. ¡Pero no nos podíamos dar cuenta del error!

Nos despedimos esa noche, casi sin poder aguantar hasta el día siguiente, cuando llegara Miguel. Lo necesitábamos para que nos explicara dónde estaba nuestro error. Por la mañana, Miguel golpeó a la puerta como siempre, y nos atropellamos para abrirle. Le explicamos lo que pasaba y le pedimos que nos dijera dónde nos estábamos equivocando. Entrecerró los ojos y sonriente dijo: "Muchachos, seguro que está mal". No fue una novedad; nosotros sabíamos que tenía que estar mal. Y comenzó a explicarnos, pero nosotros le refutábamos todo lo que decía. Escribía en el pizarrón con las tizas amarillas con las que siempre nos ensuciábamos las manos, pero no había forma. Peor aún: Miguel empezó a quedarse callado, a pensar. Y se sentó en el sofá de una plaza que había en la oficina. Tomó su libro, el libro que él había escrito, leyó una y otra vez lo que él había inventado y nos dijo, lo que para mí sería una de las frases más iluminadoras de mi vida: "No entiendo". Y se hizo un silencio muy particular.

¿Cómo? ¿Miguel no entendía? ¡Pero si lo había escrito él! ¿Cómo era posible que no fuera capaz de entender lo que él mismo había pensado?

Esa fue una lección que no olvidé nunca. Miguel hizo gala de una seguridad muy particular y muy profunda: podía dudar, aun de sí mismo. Ninguno de nosotros iba a dudar de su capacidad. Ninguno iba a pensar que otro había escrito lo que estaba en su libro. No. Miguel se mostraba como cualquiera de nosotros... falible. Y ésa fue la lección. ¿Qué problema hay en no entender? ¿Se había transformado acaso en una peor persona o en un burro porque no entendía? No, y eso que se daba el lujo de decir frente a sus dos alumnos y doctorandos que no entendía lo que él mismo había escrito.

Por supuesto, no hace falta decir que después de llevárselo a su oficina, y de dedicarle un par de días, Miguel encontró el error. Ni Quiquín ni yo pasamos a la fama, y él nos explicó en dónde estábamos equivocados. Con el tiempo nos doctoramos, pero eso, en este caso, es lo que menos importa.

Miguel nos había dado una lección de vida, y ni siquiera lo supo ni se lo propuso. Así son los grandes.
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Segunda vuelta. Adrián Paenza publica la continuación de su exitosa "Matemática".

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