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 domingo, 10 de septiembre de 2006  
Brasil
Ilha Grande, un spa natural
A 150 kilómetros al sur de Río de Janeiro hay un paraíso ideal para disfrutar de la naturaleza y también para descansar, con más de cien playas solitarias rodeadas de montañas y una vegetación exuberante

Jorge Salum / La Capital

El ferry ya zarpó del puerto de Mangaratiba y navega a toda marcha hacia Porto Abraáo. Lo que se ve alrededor es una postal irresistible de mar azul y montañas verdes, o quizás sea de mar verde y montañas azules, que preparan el espíritu del viajero para la experiencia que está a punto de vivir. El destino se llama Ilha Grande, un lugar donde la idea de descanso y de contacto con la naturaleza más cautivante adquirirá una dimensión distinta a la conocida por el viajero.

Ilha Grande es un sitio ideal para reponer las baterías ya maltrechas por los avatares de la vida urbana. Sus playas, la mayoría de ellas agrestes, son todo lo contrario a lo que el turista imagina cuando piensa en pasar unas vacaciones, por ejemplo, en la costa atlántica argentina. Allí, en medio de la inmensidad de un Atlántico tan verde que no parece otra cosa que el espejo de la vegetación que cubre como un manto a la isla, es como si el tiempo se detuviera. La contemplación se torna entonces en una actividad sublime, reparadora, que premia al visitante con un entorno natural incomparable y una vista panorámica que la memoria querrá retener para siempre.

"En Ilha Grande sólo se escucha el ruido del mar", dice Pablo Föster, un argentino que hace cinco años decidió abandonar la locura de la ciudad de Buenos Aires para instalarse en este pequeño pero intenso paraíso tropical donde hoy es uno de sus principales operadores turísticos. Exagera, pero no tanto: en la isla no hay autos, salvo un patrullero policial y una ambulancia, pero los sonidos de la naturaleza y el ronroneo de los barcos de pescadores que navegan por la bahía del puerto principal resultan inseparables de la belleza que destila en cada rincón este recreo en el mar.


La aventura empieza en el ferry
A Ilha Grande se llega a través de Río de Janeiro. Desde allí hay que viajar 150 kilómetros hacia el sur, hasta Mangaratiba, o seguir un poco más hasta Angra dos Reis, dos lugares de ensueño. En cualquiera de estos dos puertos hay que abordar el ferry, que hará el recorrido hasta Porto Abraáo en una hora y media, inaugurando allí mismo, en la hermosura de un mar rodeado de montañas, una aventura que se intensificará al tocar tierra en la isla. Otra posibilidad es ir a Porto Real y contratar una lancha, que llegará a la capital isleña en 20 minutos.

En ferry, la llegada a Porto Abraáo es a las 9.30 de la mañana. A esa hora todos la población, de 2.500 habitantes, parece estar pendiente del desembarco. Turistas y lugareños se funden entonces en pequeños racimos humanos y el alboroto que se arma en torno al puerto debe ser el momento de mayor movimiento en toda la isla, habitada en total por unas 5.000 almas. Para el visitante, a partir de ese instante todo será reposo, distensión y una potente recarga de energías.

Caminar por las rúas del puerto resulta fascinante. Son callecitas de arena que serpentean la azarosa geografía costera y las construcciones, se internan en el pueblo y llegan hasta el pie de la montaña, una muralla verde que se levanta hacia el cielo hasta arañar e incluso superar los mil metros sobre el nivel del mar. Pero cuando el trekking es por la playa, lo que se ve resulta impactante: playas bañadas por olas amigables, decenas de barcos de pescadores, bahías lejanas y, allá donde la vista ya comienza a perderse, montañas de contornos suaves y redondeados. Azules, limpias, hermosas.

Con un pasado signado por la incursión de piratas, el tráfico de esclavos y el cultivo del café, Ilha Grande fue también la sede de un hospital para leprosos (lo llamaban el Lazareto) que más tarde se convirtió en el presidio Cándido Mendes, una cárcel donde al principio los gobiernos de turno enviaban a sus presos políticos que luego se transformó en un presidio para reclusos de alta peligrosidad. Allí llevaban a los peores criminosos (delincuentes) de Brasil. Toda esa historia flota en el aire de la isla, que a partir de los años 90 se asumió definitivamente como un destino turístico y que hoy abre los brazos, generosa e irresistible, a viajeros de todo el mundo.

Ideal para aquellos que hacen del contacto con la naturaleza una forma de vida, e incomparable para el descanso reparador, quien visita Ilha Grande ("Un spa natural", dicen los lugareños) tiene que estar dispuesto, eso sí, a caminar. Es la mejor manera de disfrutarla. Es que la isla tiene 193 kilómetros cuadrados y 103 playas, a muchas de las cuales se llega sólo de a pie o en barco. Quienes buscan aventura tienen allí un sitio ideal, que incluye la posibilidad de hacer buceo, snorkeling y casi todos los deportes acuáticos. "Por eso -dice Förster- no es un lugar recomendable para venir con chicos o para personas de edad". Y ahora sí, hay que darle la razón.

Las playas son un capítulo aparte y hay para todos los gustos. Algunas son muy amplias y de arenas finísimas y blancas, pero la gran mayoría se forma en bahías solitarias, que se suceden una tras otra como si su ubicación respondiera al diseño de un arquitecto. Todas están rodeadas de una vegetación exuberante y desde sus arenas, parados frente al mar, se divisa un paisaje de montañas, siempre las montañas, y de islas de formas caprichosas que parecen gotas en el mar. Es imprescindible conocer la praia Lopes Mendes: son tres kilómetros de arena suave, palmeras y más palmeras, y olas blancas.


Trekking y navegación, dos opciones
Otro gran atractivo son los paseos y las excursiones en barco, que salen desde Porto Abraáo y realizan distintos periplos que abrazan la isla. Lagoa Verde y Lagoa Azul, donde la fauna marítima se convierte en uno de los principales atractivos, son dos recorridos que no hay que dejar de hacer. Una opción interesante es la combinación entre la navegación y el trekking, que permite llegar a sitios como la ya mencionada playa Lopes Mendes luego de atravesar un sendero montañoso y selvático que depara sorpresas a cada paso, y que para los amantes del contacto directo con la naturaleza resulta "o melhor" del lugar. También en barco se puede dar la vuelta a la isla: son más de 130 kilómetros de navegación cuyo recorrido demanda varias horas. Desde el barco, la siempre omnipresente ilha ofrece las mejores postales de picos y estribaciones tan caprichosos como las estelas del mar.

En Abraáo, a la excelente oferta de pousadas de distintas categorías y hasta un camping rodeado de vegetación, se agrega un interesante menú de restaurantes.

Las pousadas son para todos los gustos y bolsillos, y algunas ofrecen el plus de situarse frente al mar y a unos pocos metros de la playa. Qué placer resulta dormir allí, con el ruido de las olas.

También hay hotelería y buena gastronomía en otras playas, a las que sin embargo sólo se llega a través del mar.

Una de ellas es Saco de Ceu, una bahía de aguas tan mansas que asemejan a una gran piscina. Dicen que allí, cuando la noche es clara, es posible ver a las estrellas reflejadas sobre el agua. Y en cada lugar la situación es la misma: siempre habrá un lugareño dispuesto a intentar que el turista se sienta como en su casa.

Así es Ilha Grande, de donde el viajero se marchará con la sensación irrefrenable de que algún día tendrá que volver.


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La bahía de Puerto Abraáo. (gentileza emabajada de Brasil / Ana Schlimovich)

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