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 domingo, 18 de junio de 2006  
[Nota de tapa] - Escritores en fábrica
Teoría y práctica de los talleres literarios
En los últimos años se han multiplicado y diversificado. ¿Son lugares de formación? ¿Qué tipo de saber se transmite en ellos? Una aproximación a un fenómeno poco analizado

Carlos Bernatek

La actividad empezó a crecer en los 60, sin un fundador reconocible. Pero alguien bautizó premonitoriamente a aquello "taller literario", "de escritura", o bien por su peculiaridad genérica: de narrativa, de poesía, etcétera. Lo cierto es que desde entonces no han cesado de aparecer, con renovadas o antiguas intenciones. Los talleres, supuestas factorías de la literatura, se multiplican como hongos y se ramifican con características que van desde el aprendizaje hasta el club de amigos. Pero sin llegar a extremos, un taller era en principio, básicamente, un sitio de reunión de iniciados en la escritura con un autor experimentado, a fin de aprender los fundamentos técnicos de la disciplina. Este concepto maleable e impreciso como definición, presuponía la existencia de "una técnica" adecuada para convertir un mamotreto en algo al menos legible.

Como se trata de la más democrática de las artes o artesanías -ya que sólo exige de un individuo alfabetizado- cabe preguntarse si existe realmente la posibilidad de transmisión de tal técnica, o ahondando más, si existe tal técnica, una metodología de trabajo que pueda convertir, como en la alquimia, el plomo en oro. Lo imposible, parece, es mutar el peso específico propio del plomo.

Pero mucho antes de los talleres, los escritores ya tenían discípulos, laderos, seguidores; albaceas que iban a revolver sus cajones una vez finados; que inevitablemente publicarían lo que el muerto había evitado, pero eso ya es otra historia. Los adláteres seguían fielmente una línea establecida por el maestro, línea que, por regla general, solía convertirse en sombra terrible para opacar toda descendencia. Pero también existían las rupturas y los caminos laterales que ramificaban y a veces hasta florecían.


Datos para una historia
El taller es, en cierto modo, una versión moderna de aquella preceptiva convertido, muchas veces, en recurso de supervivencia del escritor. El pago por los servicios ha establecido categorizaciones: los autores más demandados cuestan más. Ahora bien: ser un buen escritor ¿garantiza alguna virtud pedagógica? El supuesto que parte de la portación de cierto saber no asegura su transmisión. E inclusive si esto fuese posible ¿cualquiera podría aprehenderlo?

Uno de los primeros talleres que funcionó con ese nombre en Buenos Aires fue el de Germán Rozenmacher, el autor de "Cabecita negra". Paulatinamente, la capital se fue poblando de estos reservorios de aspirantes a escritores que llegó al paroxismo en los setenta, cuando era raro que algún escritor destacado no lo tuviera. Durante la dictadura, cumplieron un importante rol de aguantadero cultural: allí circulaban libros y autores censurados y se discutían cuestiones que no asomaban en los medios ni en la facultad. La actividad de entonces, en alguna medida, excedía el aprendizaje.

Recuperada la democracia, volvieron muchos de los escritores exiliados. Obviamente, en medio de la euforia editorial del 1983, se abrieron nuevos talleres. También aparecieron talleres en el ámbito del Estado, en bibliotecas, centros culturales, universidades, sociedades de fomento. La gratuidad de los talleres "oficiales" convocó una enorme cantidad de voluntades literarias de las cuales éste país es ejemplo abusivo. Pocas sensaciones tan fuertes como las de un coordinador frente a esta circunstancia: una platea ávida y multitudinaria indagando sobre los misterios del indirecto libre.


A favor y en contra
Hay una edad en que el ser humano cree un deber para con la posteridad legar sus memorias, antes de que sea tarde y algo invalorable se haya perdido. Como existe algún vago precedente de que así han asomado grandes obras literarias, los individuos imbuídos de tan trascendente misión suelen acudir a talleres literarios. También asisten las docentes que, hartas de las composiciones de sus alumnos, buscan algún mecanismo mágico (consignas, disparadores, alguna ocurrencia) que les haga más amena la vida. Y acuden personas que pretenden solaz y esparcimiento; gente a quien se le ha recomendado una actividad terapéutica; solitarios y solitarias; gente sin televisor ni estufa; médicos con dificultades para confeccionar una historia clínica; toda una infinita gama de personas que difícilmente escriba un libro. Y, finalmente, personas con talento y buena voluntad, lectores voraces y meticulosos, que van a escribir pese a todo, incluso pese al coordinador del taller.

¿Se aprende algo en los talleres? Aparentemente sí; aún en los peores talleres (Cervantes decía algo similar de los peores libros). Se puede aprender a no seguir las pautas inútiles; se puede aprender que no hay pautas para escribir; que ninguna preceptiva es de hierro, que no hay recetas; que es cierto aquello del 10% de inspiración y 90% de transpiración, que no siempre el más talentoso prospera; que el Decálogo de Horacio Quiroga dice tantas verdades como mentiras; que el plagio no es delito si se lo llama palimpsesto; que el maestro cuando escribe se equivoca tanto o más que el discípulo; que para publicar primero hay que tener una obra y, luego, los hados de nuestra parte. Y lo fundamental, una certeza básica: que uno escribiría igual, de cualquier modo y en cualquier circunstancia, publique o no, sea reconocido o no, acuda a un taller o no.

A modo de pequeña guía, el aspirante a tallerista debería considerar: quién es el coordinador, saber qué ha escrito, haberlo leído. Aunque suene elemental, esto no suele ocurrir a menudo. Quien procura construir una estética debería saber a dónde apunta su orientador. Lo que no significa que deba necesariamente seguir la dirección de éste. Con no estar en las antípodas será suficiente. Se supone que un buen coordinador aportará la amplitud de criterio suficiente como para respetar las elecciones atendibles de cada mirada particular.

Otra precaución a considerar: los talleres de emulación. Se ha difundido una suerte de recetario en ciertos talleres, que produce en el alumno atento y aplicado, la reproducción vía calco de lo que elabora el maestro. Y como lo del maestro ha adquirido cierta repercusión, o ha ganado algún concurso, sin que esto suponga virtud literaria, el educando obnubilado por el éxito se mimetiza, copia hasta la metáfora, luego del clima, los personajes y la línea argumental. ¿Resultado? Todo sabe igual, la entrada y el postre.

Los talleristas iniciados, por lo general, llegan con las marcas elocuentes de sus patronazgos literarios. Me atrevería a decir que, en los mejores casos, Julio Cortázar es el factótum del taller de narrativa; y a la vez debe ser el autor más utilizado de manera modélica por los coordinadores. Emblema del taller-tipo, incansable caballito de batalla de tanto ejemplo, Cortázar sigue prestando graciosamente sus textos más accesibles sin poder opinar sobre los resultados.

Nadie ha perdido la virginidad en un taller literario. Al menos sin desearlo. Supe de un conocido escritor -ya en el ocaso patético de su creatividad- que reunía al alumnado en torno a su cama en un erótico rito umbanda. Otros, prudentemente, someten al aspirante a exámenes de admisión cual entrevista psicoanalítica. Muchos terminan compartiendo saludables tragos. Grandes amistades y amores se han forjado en ingenuos talleres.

Pero debería destacar que muchas veces, por menguado que resulte el aporte de la experiencia, el aspirante encuentra en un taller sus primeros lectores, sus primeras críticas, una devolución al menos. Y ciertamente muchos escritores han aprendido cosas en talleres por la misma dinámica del grupo: circulación de obras, autores, abordajes desconocidos y experimentos varios. Ninguna vocación definida ha zozobrado por la ingerencia de un taller.

Un escritor amigo, con muchos años de experiencia en grupos, sostiene que lo que buscan muchos de sus alumnos es "ver" a un escritor de cerca; saber cómo vive, qué come, cómo opina de los hechos cotidianos, quizá tratando de entender cómo persiste en siglo XXI un oficio tan arcaico. Una experiencia antropológica.
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