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 domingo, 23 de abril de 2006  
candi
Charlas en el Café del Bajo
-León Tolstoi escribió un cuento muy cortito, muy simple en su construcción gramatical, pero muy profundo. Se llama "El origen del mal". Podría llamarse, también, el origen del dolor, de la pena, de la tristeza o de la tragedia en la creación. Me interesa hoy, como corolario de estas charlas que hemos tenido en los últimos días, recordar ese cuento que leí hace muchos años.

-Resúmalo.

-"Había un hombre, un ermitaño, que tenía, el don de poder hablar con los animales. Una noche se sentó bajo un árbol a descansar y llegaron, con el propósito de pasar allí la noche, un cuervo, un palomo, una serpiente y un ciervo. De pronto los cuatro empezaron a discurrir sobre cuál era el origen del mal o las desventuras. El cuervo sostuvo que el hambre es el causante del mal ."Si durante días no se prueba bocado -dice- cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso". El palomo intervino y adujo que el mal proviene del amor, porque quien ama vive intranquilo por el bien del ser amado: "¿Habrá comido? -nos preguntamos- ¿Tendrá bastante abrigo? Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera". El ciervo expresó que en realidad es el miedo el que produce el mal o intranquilidad existencial porque -fundamenta- "nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestro cuerpo; y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror".

-¿Y la serpiente qué dijo?

-Para la serpiente la cosa pasaba por la ira. "El mal viene de la ira -sostuvo-. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontremos".

-Todos tenían razón.

-Claro, pero la reflexión final y justa la da el sabio ermitaño quien dice a estas criaturas: "No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo". Cada uno de estos animales definía al mal desde el punto de vista de su esencia. En el ser humano se conjugan todas esas naturalezas más una esencial y determinante: la libertad, el libre albedrío. Y este libre albedrío puede hacer que engendremos el mal para nosotros mismos y para el prójimo, o que lo utilicemos en la forma en que fue pensado primigeniamente por Dios (o como quiera llamarse a la fuerza que modeló y modela constantemente el universo): para el bien.

Lamentablemente, y aun cuando siempre sostendré que el ser humano es naturalmente bueno, las circunstancias a veces esclavizan a este libre albedrío, modifican su estado natural y primero, y en lugar de hacer que las fuerzas (voluntad) actúen por el bien propio y el de los demás, parte en otro sentido. No es que el ser humano desee obrar así, no, pero un poder misterioso, oculto, extraño, obnubila su capacidad de reflexión, maniata su voluntad y lo somete. Ese poder no es otra cosa que el deseo por lo insustancial.

-¿Por ejemplo?

-Dinero, bienes materiales, poder, necesidad de sobresalir, fama (que se confunde con éxito) placer (que se confunde con paz interior) etcétera. Un ejemplo cotidiano: un hombre al volante desprecia al peatón, lo embiste, se siente poderoso y actúa para sí. Creo que en el fondo suple, de manera inconsciente con su infeliz actitud, el correspondiente nivel de baja autoestima que posee o canaliza sobre otro el enojo que le proporciona el mundo. Tenía razón Tolstoi: hambre, miedo, ira, amor mal entendido, subyugan al ser humano porque no es capaz de mantener enhiesta su gran naturaleza: la libertad para servirse y servir.

Candi II

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