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 domingo, 09 de abril de 2006  
Un hechizo belga

Daniel Molini

Su nombre no tiene ninguna relación con señoras que aterrorizan o escobas que vuelan, sino que se traslada mucho más allá, hacia el tiempo de las palabras olvidadas, cuando el término se utilizaba para designar a un desembarcadero o sitio de atraque. Sin embargo, algo tiene que ver Brujas con la magia. Pocos lugares concentran tanta fascinación y belleza entre sus muros, y en cuanto uno llega queda prisionero de un conjuro que le hace perder el norte y deambular de un lugar a otro, descubriendo asombro tras asombro.

Los brujenses, o como se llamen los nativos, lo saben perfectamente, por eso muestran su ciudad con satisfacción, participando de los comentarios con modestia: "La verdad es que sí, que es bonita, y eso que la está viendo en invierno, si la viera en verano..." Independientemente del medio que se utilice para llegar a esta tierra de aguas y ladrillos vistos, de casas escalonadas y castillos, uno terminará, fatalmente, caminando. Ver Brujas de otro modo es perdérsela.

El agua tuvo mucho que ver a lo largo de toda su historia. Fue el agua hecha río que permitía en la antigüedad la llegada de barcos y mercaderes de toda Europa. Uno de los pioneros fue Arnolfini, cuyo nombre y aspecto de banquero rico pasó a la posteridad transformado en arte gracias al pincel virtuoso de Jan Van Eyck, quien en 1434 lo pintó con un sombrero negro junto a su esposa. Más de 500 años después su presencia sigue vigente en las paredes de la National Gallery de Londres.

Los comerciantes dejaban en Brujas especias y productos exóticos y se llevaban los mejores paños de Flandes. Años de esplendor, fiestas y obras, de trabajo para muchos y oropeles para algunos. Los ricos se permitían el lujo de ser espléndidos, proponían obras o actuaban de mecenas, quizás para expiar la culpa de tantas fatigas y sudores de gente sometida al rigor de los telares. Un ejemplo es el noble que compró una escultura de Miguel Angel, la única de su tiempo fuera de Italia, y luego la donó a la iglesia de Notre Dame, donde ocupa un altar lateral.

Sin embargo, el declive espiaba el amanecer del siglo XV. Inglaterra comienza a fabricar telas de buena calidad, con colores y texturas parecidas y más económicas, Brujas languidece y otros puntos cercanos le disputan la hegemonía: Bruselas, Amberes, Malinas.

El mar del norte, distante apenas a veinte kilómetros, como si hubiese enfermado de voracidad de tierras y arenas a través de continuas crecidas, dejó el puerto inutilizable. Competencia y fenómenos meteorológicos hicieron desaparecer la bonanza, y en el siglo XVI la miseria se instaló en toda la región, propiciando una Edad Media que se hizo prolongada.

Las máquinas vinieron a recomponer, siglos después, los desarreglos de la naturaleza y consiguieron devolver la navegabilidad a los ríos y con ello, el resurgir.

Hoy la ciudad está protegida, por eso los visitantes que llegan en autobús deben descender en las afueras, en un sitio donde estaba el antiguo puerto: el Lago del Amor. Un par de puentes después, y dejando a un convento y varios jardines a los costados, el caminante accede al centro del casco histórico.

El convento es un compendio de historia y tradiciones. Está ocupado por 20 monjas benedictinas que se dedican a la enseñanza.

Habitada por ciento veinte mil personas, la ciudad del chocolate, las puntillas y las casas del siglo XV fue declarada, en 2002, capital europea de la cultura.

Los lagos y canales se empeñan en ofrecer, aquí y allá, una imagen suficientemente atractiva para no contradecir a los tantos que se empeñan en considerarla como la Venecia del Norte. Quizás le falten góndolas, pero le sobran paisajes, que se renuevan en cada esquina, a la vuelta de cualquier jardín, con árboles que se reflejan en espejos donde nadan patos ociosos.

En invierno llueve caprichosamente. Los paraguas se convierten en compañeros inseparables, que nunca deben impedir la visión cenital, porque arriba, tres hitos arquitectónicos reclamaban nuestra atención: el Atalaya, la torre de San Salvador y la de Notre Dame, que con sus 113 metros de altura gobierna la ciudad.

Por abajo, dos plazas principales: la Grand Plaza, dibujada perimetralmente por edificios multicolores, y la que referencia al Ayuntamiento, vecino a la capilla de la Santa Sangre.

Cuenta la tradición que un conde de Flandes, Teodorico, recibió una reliquia en premio a su valor durante una cruzada. Se trataba de la Santísima Sangre y la trasladó a Brujas desde Tierra Santa.

No hacen falta mapas para guiarnos en Brujas, todo está al alcance de nuestros sentidos. Tampoco hacen falta seguir itinerarios rígidos porque igual terminaremos perdidos entre chocolates, puntillas y reductos donde late el pasado. Brujas siempre será de lujo.
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