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 domingo, 04 de diciembre de 2005  
Tema del domingo
Los gestos de la política deben construir, no ser destructivos

La semana que acaba de transcurrir ha sido prolífica en hechos políticos de alta significación para la Argentina: la partida de Roberto Lavagna y la asunción de Felisa Miceli en el Ministerio de Economía, la jura de Carlos Menem como senador nacional y el nombramiento de Carlos “Chacho” Alvarez como secretario del Mercosur en reemplazo de Eduardo Duhalde son señales concretas de un cambio en el panorama. Y esa transformación entregó muestras de madurez e inmadurez que merecen ser analizadas para pensar y mejorar el país del presente.

   La recuperación para la política del ex vicepresidente de la Nación cuya renuncia marcó el comienzo del derrumbe del gobierno de la Alianza debe ser valorada como altamente positiva, más allá de afinidades partidarias o ideológicas. Es que el empobrecido escenario dirigencial del país necesita de referentes y demanda cuadros de solvencia probada: de allí que, paradójicamente, por la misma razón que puede elogiarse el retorno de Alvarez sea posible lamentar la despedida de Lavagna.

   Sin dudas, debe ser visto como excepcional que el adiós de un jefe del Palacio de Hacienda se produzca en un marco de generalizado reconocimiento a los méritos de su trabajo. En abril de 2002, cuando gobernaba Duhalde y la República entera se sacudía en los espasmos de la crisis, asumió el hombre al final de cuya gestión las cosas han cambiado para bien y de manera notable. Y aunque difícilmente pueda negarse la importancia que para su éxito tuvo el apoyo político que le brindaron los dos presidentes a quienes acompañó —fundamentalmente Néstor Kirchner—, su innegable capacidad no puede ser puesta en tela de juicio: fue durante su ciclo que el país abandonó la postración en que se encontraba y tomó el sendero de la reactivación, así como logró cerrar el acuerdo con acreedores externos más favorable que se conozca en la historia contemporánea.

   Diferencias con el jefe del Estado precipitaron la inesperada partida de Lavagna, cuyo único déficit como ministro se refleja en una palabra de nueve letras que genera tristes reminiscencias en los argentinos y aún los acosa: inflación. No es por ineficacia que se va, sino por divergencias que no radican tanto en la faz técnica como en los aspectos políticos. En la Argentina el poder tiene dos hábitos preocupantes: uno de ellos es la tendencia a la autoperpetuación y el otro la costumbre de ejercerlo en solitario, sin compartirlo con nadie. Si la gestión de Felisa Miceli es coronada con éxito, como muchos indicios permiten avizorarlo, nadie recordará la impensada despedida de Lavagna. De lo contrario, los argentinos habrán pagado tributo a una nueva puesta en escena de un defecto constitutivo de la mayoría de sus dirigentes.

   El sectarismo es peligroso y la soberbia también lo es. El largo período durante el cual Carlos Saúl Menem rigió los destinos de la Argentina no está bien visto en este momento por el consenso predominante y acaso por la mayoría de la población, pero tal diagnóstico —visible y audiblemente emitido por Kirchner— no tiene por qué traducirse en el desaire presidencial de no saludar al flamante senador e incluso practicar el inmemorial gesto supersticioso de “tocar madera” en su presencia. La discrepancia, por profunda que sea como en este caso, no tiene que relacionarse con la intempestividad ni con el agravio. Ese es uno de los requisitos esenciales para el funcionamiento de una democracia madura.

   Los gestos políticos deben construir, no destruir. La Argentina ya ha sufrido demasiado en el pasado mediato e inmediato como consecuencia de la intolerancia, de la incapacidad para sumar y la costumbre de dividir y restar, del orgullo mal entendido, del personalismo y hasta de la violencia. Es deber de toda la sociedad, pero fundamentalmente de quienes mandan, poner en práctica comportamientos civilizados de manera cotidiana. El país ya despegó y es una verdadera pena que los beneficios de la recuperación sean relativizados por cuestiones que no reflejan el interés de las mayorías.

   Los que gobiernan deben dar el ejemplo.
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