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 domingo, 27 de noviembre de 2005  
El viaje del lector: el reino de Zeus

Las Cícladas, un salpicón de ruinas y molinos de viento haraganeando al sol. ¿Quién no se agita ante la mención de sus nombres -Sifnos, Paros, Naxos, Mykonos- si suenan a dioses antiguos? Ellas guardan la esencia de la Grecia eterna, mitad humana, mitad divina.

Después de 34 horas de viaje, finalmente llegamos a Atenas. De allí un vuelo nocturno a Santorini (nombre en honor a Santa Irene), en un viejo avión bimotor de Olimpic Airways. Un viaje corto y rápido en taxi, desde el aeropuerto al centro de la isla, en busca de hotel. Ducha rápida y salimos volando para ver la ciudad de noche. Indescriptible. Increíble. Bizarra.

Firá, la capital de Santorini, donde de noche se estira un brazo y se tocan las estrellas, está edificada en la ladera del volcán, y la sensación de noche es alucinante. No hay palabras para contar lo impresionante y fuera de este mundo que parece estar la ciudad "aferrada" a la cornisa.

Firá ha sido construida desde la antigüedad excavando en la faz de la roca volcánica viviendas con techos abovedados, restaurantes, iglesias cupuladas, hoteles cuyas piletas "cuelgan" a 250 metros del mar, bares y tiendas de artesanías, que conviven en hermoso desorden, provocando que para pasar hacia el hotel, deba hacerse por el patio de una casa o la terraza de un restaurante.

El scooter es el medio obligado de locomoción y te permite recorrer la isla en unos cuantos días, visitando playas alejadas y solitarias de un mar azul intenso, helado, con arena, algunas pocas de piedra volcánica roja y otras piedras negras.

Las puestas de sol en Santorini deben contemplarse desde el pueblo de Oía o desde Inmerovigli, el balcón de la isla, abriéndose paso entre decenas de viajeros que tuvieron la misma ocurrencia. Allí, los bares están repletos de turistas tomando café o comiendo souvlaki y ensaladas griegas acompañadas de cerveza helada a la espera del atardecer. La sensación es indescriptible. El mar va tomando un color cada vez más azul intenso a medida que el sol se va escondiendo en el horizonte hasta tornarse totalmente negro, y al mismo tiempo las luces de la ciudad van contorneando la silueta del volcán a medida que se van encendiendo.

Luego de varios espectaculares días de disfrutar del sol griego, de visitar las ruinas de Akrotiri (antigua ciudad minoica sepultada por más de 3500 años bajo la ceniza del volcán), de deleitarnos con el trabajo artesanal de los pescadores de esponjas, de saciarnos de estupenda comida griega, decidimos dejar la isla y viajamos a Naxos.

Naxos es una isla de nostalgia y mitos. Fue cuna de Zeus y cobijó los amores de Dionisos, dios del vino. Naxos gana en tamaño a cualquier Cíclada y también en patrimonio. Hay que tomársela con calma; una playa cada día (Agios Georgios, Agios Anna); un repaso a la antigua Grecia en la gruta de Agría (donde se crió Zeus); la puesta de sol desde el arco de Apolo y un rápido vistazo al legado bizantino de sus capillas blancas.

Todo aquí es calma poética. Los únicos sonidos que rompen el silencio son el rebuzno de una mula o el silbido de algún pastor. En el puerto, punto obligado de reunión de turistas y lugareños, los pescadores desembarcan cajones donde algún pulpo busca a tientas la salida más próxima. Más tarde serán secados al sol, para luego ser hervidos o asados en parrillas al más tradicional estilo argentino.


Mykonos
Mykonos es un laberinto de escaleras sellado por cúpulas azules. Cualquier calle es un puesto de recuerdos y los cruceros vomitan cada año turistas sedientos de sol, música e insomnio.

"Rooms, kalimera, rooms"; es día de subasta, y los turistas somos la mercancía. Cuando llegamos al puerto de Chorá, capital de Mykonos, se escucha el grito obligado de los lugareños que alquilan apartamentos. El barrio de Kastro (arquitectura medieval), en la zona alta de la ciudad, fue el elegido por los venecianos para construir un castillo del que apenas quedan restos. En la parte baja esta la Little Venice (Alefkándra) con edificios y bares de balcones de madera asomados al mar, ideales para terminar el día bebiendo unos martinis o cervezas heladas.

Incluso de noche, Mykonos atrae por su blancura y sensualidad. Aquí se viene para no dormir, para probar la excelente cocina griega e internacional, y para tirarse al sol en las playas de moda (Paradise y Super Paradise -nudistas- Calafatis, Agios Anna o Elia -las más tranquilas-.

En la isla hay docenas de iglesias y ermitas, la más famosa de todas es Panagía Paraportiani, erigida sobre la fortaleza medieval de la capital. El carácter ameno del pueblo griego reside en las plazas de los pueblos, junto a la fuente, lugar donde las mujeres -eternamente vestidas de negro- hablan de obituarios y nacimientos. Reside también en los cafés, jurisdicción de los hombres. Allí se dan cita los pescadores y los pastores para jugar a las cartas, los dados y beber ouzo.

Pasaban los días y Delos flotaba entre nosotros como un eco insistente. Ir a la isla sagrada, la cuna de Apolo y Artemisa, al ombligo que dio nombre a las Cícladas, era una tarea pendiente. Cuando al fin llegamos, el tiempo, gris y lluvioso no estaba de humor para recibirnos. Pocas cosas transmiten mayor desolación que las ruinas de Delos. Donde ahora hay piedras amontonadas, hace 3000 años florecía el comercio y se asentaban los principios de la arquitectura. Aún se desconoce la razón por la cual en la antigüedad pesaba sobre la isla la prohibición de todo lo que tuviera que ver con la vida y la muerte; las embarazadas y los ancianos eran deportados a la vecina isla de Rinia. Hoy se prohíbe dormir o acampar en esta isla, incluso para los empleados que expenden boletos y cuidan de las ruinas. A última hora del día la isla queda desierta.

Griselda Pastor
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Sinfos, Paros, Naxos y Mykonos guardan la escencia de la Grecia eterna, mitad humana, mitad divina.


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