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 domingo, 27 de noviembre de 2005  
Amazonas, el señor de los ríos
Un viaje testigo del movimiento sobre el río más largo y caudaloso del mundo

Matías Balbo

Es medianoche en Yurimaguas, último punto geográfico para transportes terrestres de la amazonia peruana. En el puerto, barcos coloridos de madera descansan amarrados tras un caótico día de carga. Junto a toneladas de bananas verdes, ganado y bolsas de azúcar, el carguero alberga a los primeros pasajeros. Los tres pisos tienen el espacio reservado con las hamacas colgadas a las espera de lo que serán cuatro días de navegación por las aguas del río Huallaga, hacia la aislada Iquitos, bañada por el río Amazonas.

En los preparativos es necesario recorrer los mercados en las moto taxis locales y proveerse de detalles que no deben faltar para la travesía como bidones con agua, frutas tropicales (como el gustoso pepino-melón), una cómoda hamaca, protector solar, repelente contra mosquitos y un recipiente que sirva de plato.

El estruendo de los motores avisa que es tiempo de zarpar. Atrás queda Yurimaguas, un asentamiento que sirvió para evitar la penetración de los "bandeirantes", bando de colonos de origen portugués del siglo XVIII. En la primera sensación de movimiento, el barco lucha contra la corriente del río Paranapura para desembocar en el Huallaga generando una espectacular laguna producida por el choque de aguas.

La tarde cae de golpe y es hora de acostumbrarse a dormir en hamacas; sin embargo, algunos abusarán de los juegos de naipes, dominó y ajedrez. Otros subirán al techo del barco dejándose atrapar por un cielo cubierto de estrellas.

El día comienza más que temprano gracias a un coro de gallinas, y a los pocos minutos se escucha el tintinear de una campana que proviene de la cocina. Es el desayuno que se sirve a las cinco de la mañana. Pero así son las reglas y adaptarse a los horarios del navío cuesta más que el precio de las tres comidas básicas que incluye el pasaje.

Durante el transcurso del día el comercio se activa. Tripulantes se mueven de aquí para allá con angostas lanchas dejando nativos o juntando pequeñas mercaderías de las aldeas sin detener el barco. Sin embargo, cuando la mercadería es mayor, el capitán busca la costa. Esas paradas sirven para refrescarse en el río o para pisar tierra firme por una hora. Luchando con los zancudos (conocidos como mosquitos), es interesante ver la forma de vida de los nativos que se juntan en los puertos para ver el espectáculo que quiebra la rutina del día.

Cuando la naturaleza ya nos regaló todo su esplendor y los paisajes y las escalas parecen repetirse en la larga espera del destino, las situaciones que transcurren dentro del barco ganan protagonismo. No falta ocasión que durante la noche el barco quede varado por horas y que las señoras mayores tomen, entre gritos de auxilio injustificado, varios salvavidas y lo escondan en sus hamacas. También están aquellos que se pelean en las filas de las comidas, nativos que rezan en voz alta, tripulantes que "limpian" el barco echando la basura al río.


Una ciudad entre ríos
Cuando uno se acostumbró a la pérdida del contacto con el mundo exterior, el tráfico de barcos nos avisa que estamos próximos a Iquitos, capital del departamento más grande del Perú con 260.000 habitantes. En este lugar conviven dos mundos: la ciudad con su velocidad al ritmo de las motos (sólo los transportes públicos, ambulancias y policías gozan de cuatro ruedas) y la exótica jungla con el imponente río Amazonas. Vale tomarse unos días ya que esta hospitalaria ciudad nos ofrece buenos hoteles, paseos por la vistosa costanera con sus puestos de artesanías y su gastronomía típica.

Una visita obligada al balneario público sirve para comprobar la densa y dulce agua del río Amazonas formada por la unión del Ucayali y Marañón, y donde, además, un cuidado zoológico nos deleita con las famosas anacondas, monos y felinos.

Para los que desean aventura extra antes de embarcarse hacia la frontera con Brasil, existen excursiones nocturnas en busca de caimanes, caminatas con avistaje de pájaros exóticos o el placer de bañarse con delfines rosados de agua dulce y descansar en cabañas flotantes.

Santa Rosa es el próximo destino. Las goteras de las duchas en los baños, las sencillas comidas y horarios, los cambios del tiempo con lluvias repentinas y los irónicos cortes de agua son cotidianeidades con las que se convive casi alegremente. La aventura continúa, como continúan las magníficas puestas del sol sobre un río que parece un mar y las apuestas de soles (moneda local) en los largos partidos de naipes con los pasajeros, o con algún tripulante que no puede dormir por el ruido del motor al lado de su hamaca.

Navegar por el río Amazonas hace despertar mitos y leyendas. Están aquellas relacionadas con tribus y piratas, pero en realidad todo parece convivir en armonía con la naturaleza. Quizás, cerca de la triple frontera (Santa Rosa, en Perú; Leticia, en Colombia y Tabatinga, en Brasil), la seguridad se convierta en algo a tener en cuenta.

Por las noches se apagan las luces del barco y un tenue reflector se enciende como un faro que esquiva troncos en la soledad de la noche. A veces, la prefectura interrumpe el silencio nocturno y realiza, sin preguntas y acompañados de canes, controles a los pasajeros a medianoche.

Los tres días navegando culminan con el saludo al capitán y con los trámites en las aduanas de Santa Rosa y Tabatinga, sumado a la presentación del certificado de la vacuna de fiebre amarilla en oficinas donde ya se habla el portugués.

El idioma, la moneda, el uso horario y la bandera son diferentes, como la gente alrededor. En el puerto la organización es absoluta. El barco que parte rumbo a Manaos es moderno comparado con los vecinos peruanos y el precio del pasaje es bastante caro, pero es mejor embarcar que detenerse. Tabatinga es sólo un lugar de paso.

El navío, como le dicen en portugués al barco, es la apagada sombra de un crucero. El carguero, apto para pasajeros, nos ofrece dos pisos para colgar hamacas (el primero, barato, junto a los motores) y un tercero con camarotes. La amplia terraza cuenta con un bar y una pantalla de televisión.

En las noches, el clima tropical caliente y húmedo "obliga" a los pasajeros a sentarse con unas cervezas a mirar el casi religioso fútbol brasilero. También ocurrirá que imprevistas tormentas tropicales arruinen todo, y unas cortinas plásticas serán el alivio pasajero para los que gusten de navegar bajo las inclemencias del tiempo.

A los brasileros se los escucha hablar que esto o aquello es "o mais grande do mundo", en este caso siempre habrá alguien que le contara la historia del río. Es verdad que en volumen de agua es el mayor del mundo, y que su descubrimiento fue en 1.500 por el español Vicente Yañez Pinzón en la embocadura, llamándolo "Mar Dulce" y por Francisco Orelhana que lo recorrió de oeste a este en 1.541, dándole el origen del nombre actual en homenaje a las mujeres guerreras encontradas en el río Nhamundá. Los locales se sienten orgullosos de vivir en "los pulmones del mundo" y no paran de repetir que un quinto del oxigeno del mundo viene de aquí. A comparación con las sucesivas paradas en la amazonía peruana, el barco brasilero se detiene pocas veces. Son dos horas, una o dos veces al día, que dan tiempo para hacer una buena caminata por las pequeñas poblaciones como Benjamín Constant, Sao Paulo de Oliveras y Amatura, bañadas por las aguas del río Solimes, nombre que adopta el Amazonas en esa parte de Brasil.

El plato fuerte de la travesía es el esperado encuentro de las aguas del río Solimes y del río Negro. Por varios kilómetros, las aguas claras y negras de estos dos ríos corren sin mezclarse debido a una diferencia de densidades y de temperatura.

Es un fenómeno cromático inigualable para los ojos y las lentes de las cámaras de los pasajeros.
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El paso del abrco por los puertos y ciudades reflota los mitos y leyendas más antiguos del continente.

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