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 domingo, 27 de noviembre de 2005  
[Arte]
Schiavoni, el pintor raro
Una muestra montada en el Museo Municipal Juan B. Castagnino rescata la obra de un artista muy criticado en su época y que hoy retoma su valor

Homs

"El techo rojo" junto a nuestro peine de bolsillo, paraguas y mesa de disección. Con tres líneas hechas árbol sobre una casa, detrás el señor Schiavoni lo habilita a Usted a un viaje de setenta y cinco centavos por las calles de la ciudad de Rosario. Pero además, por estos días, tenemos la rara y única oportunidad de ver mucho más que una mera tarjeta del transporte urbano con una de sus imágenes reproducida.

Augusto Schiavoni (1893-1942), de quien se dice que solía pasar horas frente a una tela que terminaba hecha hilachas, es un pintor rosarino al que el Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino le ha dedicado una muestra -saldando deudas institucionales, según las palabras de su director, Fernando Farina- desde el 11 de noviembre hasta el 12 de diciembre próximo.

Su obra, por primera vez expuesta de manera tan completa -con una muy buena labor de María Eugenia Spinelli en el rol de la curadora-, es hermosa y honesta, suspendida en el tiempo por un halo metafísico de colores con tensión de plano y fondo.

A más de setenta años de su muerte el artista se despega de todo lo dicho sobre su vida y sus óleos sobrevuelan muy por encima de enajenaciones fortuitas y miserias carnales. Porque la anécdota es nada, pan fatuo para el deleite idiota. Dicen que el público asistente a los salones de entonces veía en sus cuadros algo ridículo. Que de a poco se fue aislando en su casa del Saladillo y en 1934 dejó de pintar. Que por 1940 la ley lo declara insano por un severo cuadro mental, siendo despojado de todos sus derechos civiles y el museo Castagnino rechaza una donación del grupo "Refugio" de uno de sus óleos. Que al morir llevaba tiempo en un asilo, afectado por la sífilis. En terreno tan fértil no podía dejar de florecer el ideal romántico del artista maldito.

Schiavoni el raro, con gran parte de su obra confinada a los depósitos del Castagnino, aunque también expuesta en el Estévez, en el Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, y en museos de La Plata y Santa Fe. Y en algunas colecciones privadas. Y paremos de contar.

Por eso esta muestra es tan necesaria. Sugerente y deslumbrante, un lujo a nuestro alcance que no debemos pasar por alto.

Evocar imágenes mediante palabras es un acto mezquino, ya que el verbo, que está hecho para cantar y seducir, raramente encuentra la idea. De todas formas, a falta de medio más propicio, es inevitable describir dos cuadros.

"Arroyo", 1929. El leve trazo verde separa cielo de agua. Follaje interferido por un poste de electricidad, único referente del mundo otro. Da igual la modernidad o su falta, el momento prescinde del dato menor. Impávido cielo. Simpleza arrolladora. Agua virada al gris decanta en línea lila, un sentido tan fino de la armonía que el ojo debe aquí perderse imaginado qué hebra de luz destella en esa orilla. Paleta privilegiada.

Y la estática se anula con el movimiento en otro óleo de exteriores.

"Paisaje", 1931. Mujer vestida de claro atravesando un camino ululante. No es un paraje alegre, la gravedad parece ceñirlo todo, sin embargo un ligero quiebre a mitad del camino le confiere una hondonada al terreno. Este cuadro, visto a la distancia, vibra. Por un instante, la mujer camina y esas copas de árboles tan inalterables se mecen.

Un pintor que valiéndose de la quietud pergeña tensiones.

Una sensibilidad que captó cuán débil es la voluntad conciliadora de la mente humana.

No hay manera de explicar con sensatez por qué un caballero retratado de frente tiene la punta del zapato izquierdo orientada hacia su espalda. No hay probabilidades lógicas para que, debajo de la mesa, el piso se haga una interferencia verde cuando el resto del fondo es apenas celeste. O esa dama joven con un collar gris y otro collar un poco más arriba, sobre la base de su cuello, con todas las cuencas tapadas señalando la corrección. Haciendo del hilado del mantel dos rectas blancas cruzándose a la buena del destino, transcurriendo en el espacio, siendo fortuitamente eso en tal instancia, allí y ahora.

Flores, frutas, muebles, hombres, mujeres. La figuración planteada es apenas una posibilidad. Una circunstancia ajena en el discurrir de los entes.

En la fluidez, en el apacible estatismo, intranquilidades pugnan dentro de superficies vastas. Armónica disfunción, untuosas capas de óleo o lienzo casi a la intemperie.

Las líneas son estructuras geopolíticas. Los contornos no son ingenuos. Hacen de ribetes de blusa o lomos de libros o sin remarcarse se acrecientan en su volumen. El pulso del artista le da un giro al trazo, y del mismo color se sugiere un objeto otro, nácar de nada, botones hechos a partir de la necesidad de la prenda.

Tristezas que visten los retratados por Schiavoni, maestro pintor de volátiles o concisas telas. Volutas reverberantes de transparencias, dando un poco de aire a la existencia de esa dama de rostro sin expresión. Superpuestas ansiedades de azules grises y negros. O tramas sólidas y nada volubles. La capa negra del hombre del primer cuadro que vemos al entrar en la sala, por ejemplo.

Retratos o exteriores o naturalezas muertas.

Todo en presente más o menos escorzado de la razón que implanta la perspectiva.

Ausencia de emoción.

El decorado de un jarrón, se podrían intentar páginas para explicar qué resulta tan divino en ese jarrón sobre una mesa y nunca se daría en la matriz exacta, maraña inasible para cualquier otro medio de significación que no sea ese trazo en esa tela.

Frutas muy lejanas de su sabor. No se trata de desear el jugo de su pulpa sino de intuir el estado material del cuestionamiento. Melancólica belleza flotando sobre la falacia germinal de un durazno en la plenitud de su brillo.

Perturbaciones espectrales que le llegan a todo entorno. Un destello ahogándose. Una sugestiva silueta de mujer surgiéndole a la corbata de Manuel Musto.

La muestra permanecerá abierta hasta el 12 de diciembre. No deje de ir.

Divúlguelo.
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Mi hermana. La obra fue pintada por Schiavoni en 1927 y es patrimonio del Castagnino.

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