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 domingo, 20 de noviembre de 2005  
candi
Charlas en el Café del Bajo
-Hace ya más de un mes recibí una carta del lector Antonio Senatore que terminó con estas palabras: "En estos tiempos, donde creer en Dios parece de ingenuos, no es fácil decir yo creo como usted lo declama". En estos días he estado reflexionando sobre Dios, a propósito de algunas cuestiones sucedidas en mi vida, Inocencio, y de algunas otras situaciones que observo en la comunidad. Y advertí que hace bastante tiempo que no digo aquí: "Yo creo" y mucho tiempo más que no me pregunto: ¿qué hago más allá de creer? Vaya a saber por qué hoy, al revisar mi correo, me encontré con esa carta del lector y me dije: hablemos de Dios, hablemos del ser humano. Y hablemos, o continuemos hablando, de eso que todos perseguimos que es la felicidad.

-Decía un filósofo griego que "la felicidad y la dicha no la proporcionan ni la cantidad de riquezas, ni la dignidad de nuestras ocupaciones, ni ciertos cargos y poderes, sino la ausencia del sufrimiento, la mansedumbre de nuestras pasiones y la disposición del alma al delimitar lo que es por naturaleza". Ya hemos dicho muchas veces aquí, Candi, que Dios no quiere la infelicidad de su criatura, sin embargo, y como también expresamos en innúmeras oportunidades, los problemas y las angustias se suceden. De manera que podríamo hablar hoy de Dios y las circunstancias. Pero no hablemos de circunstancias que provocan dolor profundo, hechos determinantes que pueden ser considerados hitos o "el hito" en la vida del ser humano, sino aquellas desafortunados sucesos de la vida cotidiana que nos amargan y nos hacen exclamar, por ejemplo: ¡Otra vez a mí! ¿Por qué?, poniendo de alguna manera en tela de juicio al propio Dios.

-Reiteremos en primer lugar que muchas de las dificultades que nos apabullan son la cosecha de lo que hemos sembrado; otras veces son la consecuencia de la falta de aplicación en lo social (de lo que somos parte inseparable) del principio de la caridad. Ahora, ante la problemática cotidiana no se puede cometer el error de observar sólo la parte afligente del suceso. No podemos, frívolamente, injustamente, condenar a Dios por la causa y efecto, por el hecho y la pena.

-¿No? ¿Qué hacer entonces?

-Debemos comenzar por tratar de girar los ojos del alma y mirar hacia la luz que hay dentro de la sombra. Porque Dios, por amor a su cosa creada, no permite que la dificultad viaje sola e impacte en el corazón del hombre con el mero propósito de destruirlo. Se asegura de que la dificultad lleve luz, es decir que la dificultad tenga una razón, una consecuencia mucho más importante que la pena.

-¿Cuál sería una razón?

-Sería una buena razón, por ejemplo, que la dificultad sirviera para modificar conductas en la persona. Es necesario, ante un problema, no sentarse a penar y maldecir, sino detenerse a reflexionar. En muchas oportunidades la dificultad aterriza en nuestro corazón gritando: "¡La vida, Dios o como quieras llamarle a las fuerzas que te acompañan en tu peregrinaje están reclamando un rol para vos, un rol trascendente para tu propia existencia y la existencia de otros!". Por eso es necesario saber escuchar con los oídos del alma y preguntarse...

-¿Qué cosa?

-La primera es: ¿qué, de esta dificultad, sirve a mi crecimiento y puedo archivar para siempre en mi sabiduría? Enseguida veremos que de un problema, si uno no es necio, se aprende y que con el aprendizaje se crece. Es decir, se trata de encontrar la luz entre las sombras. La segunda pregunta es un poco más mística, pero también mucho más importante y trascendente: ¿puede ser que Dios o esa fuerza inteligente me esté pidiendo algo? Una revisión minuciosa, pormenorizada de la dificultad, sus causas, sus actores, sus efectos, nos dará la respuesta y si esa respuesta es afirmativa lo más sensato será decir: "Hágase tu voluntad", porque como ha quedado debidamente ilustrado por el pensamiento y los hechos judeo-cristianos la voluntad de Dios no es la muerte de cruz, sino la resurrección; la voluntad de Dios no es la esclavitud en Egipto, sino la libertad en la Tierra Prometida. El lamento no fue el estandarte de Moisés, ni el llanto la proclama de Jesús ante la adversidad. ¿No es cierto?

Candi II

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