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 sábado, 19 de noviembre de 2005  
Reflexiones
Se fue uno: Ibarra

Tomás Abraham / Especial para La Capital

En la creciente bibliografía sobre el poder que se edita en la actualidad, abundan los libros que reflejan las miserias de los hombres que plasmaron el destino del siglo XX. En un reciente artículo en el New York Review of Books Jonathan Spence presenta el voluminoso libro Mao: "The Unknown Story (Mao: La Historia Desconocida)" de Jung Chan y Jon Halliday, en el que luego de diez años de investigaciones muestran a un monstruo psicópata que encarna todos los vicios inimaginables de la especie humana. Portador de pecados venales como la pereza y la gula, ejecutor del sadismo más helado y programado, Mao está lejos de encarnar al heroico personaje que transitó la memoria revolucionaria de Occidente desde los textos sobre la larga marcha de Edgar Snow.

El último libro de Martin Amis trata sobre los crímenes de Stalin que millones de simpatizantes ayudados por una vastísima corporación de intelectuales ocultaron y deformaron en defensa de la patria socialista. No faltan quienes incursionan en las devastaciones de Trosky cuando era jerarca máximo del Ejército Rojo quien se agrega a una lista que no ha terminado aún sobre la crueldad genocida de grandes jefes de la revolución socialista.

Philip Roth se inclina sobre el otro platillo de la balanza e imagina qué hubiera pasado con la historia de Occidente si el presidente de los EE.UU. hubiera sido el popular Charles Lindbergh que no sólo cruzó el Atlántico, sino que era un convencido simpatizante de Hitler.

Por algún otro motivo, de un exotismo bastante misterioso y de una ingenuidad algo necia, circulan también dos películas que nos presentan a un Führer más humano, lo que no quiere decir necesariamente un buen hombre, pero sí un ser sensible, amable con su secretaria, devoto con su novia, juguetón con los niños, angustiado por el devenir de los acontecimientos, esto lo podemos apreciar en las películas "La secretaria de Hitler" y "La caída".

Aún no hemos tenido -al menos desde nuestra limitada información- sorpresas sobre la personalidad de Mahatma Ghandi, pero es indudable que el interés sobre los rasgos personales y el verdadero entorno de los líderes políticos recién ha comenzado. Desde Thomas Carlyle hasta Karl Jaspers, el análisis de los héroes y los genios no ha tenido mengua, pero nos faltaba este sendero hacia la humanidad de los políticos.

Que esta sofisticada introducción sirva para hablar de Aníbal Ibarra puede llegar a sorprender, pero creo que no nos hemos preguntado con la suficiente insistencia acerca de qué oscuros motivos se ocultan detrás de la vida de hombres que han decidido dedicarse a la política. Son oscuros desde el momento en que el escepticismo cunde sobre antiguas certezas que nos presentaban al político como el resultado del militante, a éste como un inquieto individuo preocupado por el mundo, o como un servidor público, un ser dispuesto al sacrificio y otras variantes del altruismo. Cuando la duda se hace sorna, al político se lo considera como un ejemplar más de la codicia humana que quiere poder y dinero, riqueza y posibilidad de manipular a todos los que pueda en una carrera sin fin de las ambiciones humanas.

En los primeros días de enero del 2005 publiqué una nota titulada "Ibarra debe renunciar", lo hacía no por resquemor al mencionado personaje sino, por el contrario, como un gesto de esperanza. Si un político que había asumido un cargo en nombre de la nueva política y de una agrupación vocacional como el Frepaso, que se había presentado en sociedad como fiscal que denuncia la corrupción y asocia la justicia al poder, si alguien así asumía sus responsabilidades en nombre del dolor de casi doscientas familias en duelo por el descuido y las malversaciones que se cometen bajo su administración y gobierno, y renunciaba para volver al llano y luchar por una sociedad mejor, sin duda, si esto ocurría, aquella esperanza dejaba de ser cándida y mostraba un camino por el que luchar.

Pero Ibarra es un ser mediocre. Se aferró a su cetro en nombre ya no de la justicia sino como vocero de la lamentable y dañina concepción del poder y de la vida que nos dice que nadie tiene derecho a arrojar la primera piedra, que la corrupción abarca a oficialistas y oposición, que todo está podrido y que no iba a entregarse como chivo emisario de la culpa general para que otros lo gocen y gocen del poder que deja. Ayudado por quienes lo apoyaron desde el primer momento en nombre de la izquierda, el progresismo y el odio al macrismo, se enfrentó a los familiares de las víctimas de Cromagnon, ya no como inocente, ni siquiera responsable principal -ya que fue el Jefe-, sino como administrador persistente de la complicidad general. ¿Para qué? No es una mala e inútil pregunta. Su futuro político no sólo estaba comprometido, sino que apenas existía para quien -por la usual carrera en la escala profesional- soñaba hace un tiempo con los grandes laureles de una futura Presidencia.

Hoy, si logra perdurar hasta el fin de su mandato debido a un juicio político que le resulte favorable, rogará para que el manto del olvido y las desviaciones usuales de la justicia le dejen una posibilidad de participar del poder aunque sea como accesorio de los futuros mandantes. Destino menor, cómodo quizás, de un futuro económico confortable, pero tampoco una vía regia para lograr la fortuna, el prestigio o la fama.

¿Para qué seguir en el poder? Hoy la pregunta es ociosa, Ibarra ya estaba en el cepo de los acontecimientos, si renunciaba era porque lo obligaban, si se mantenía era por la protección del gobierno nacional que no quería que se prendiera el ventilador que atribuya responsabilidades a la Policía Federal, es decir al Ministerio del Interior del futuro candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires Aníbal Fernández, para no darle lugar a Macri en desmedro del futuro candidato a jefe de Gobierno de la Capital Federal Alberto Fernández. En síntesis, Ibarra era un político cautivo, a merced de la ambición de otros. Si le soltaban la mano caía, si lo sostenían, duraba, hasta que se diluyera paulatinamente. Decidió Kirchner porque lo dejaron sin alternativa. La mancha iba a ser demasiado grande.

¿Qué da el poder? Una multiplicidad de accesorios encarnados en secretarios, olfas, asesores, choferes, a esto hay que sumarle el protagonismo en los medios de comunicación. Ser imagen gigante, es decir casi divina, es un ideal que desvive a más de un político. La meta es ser Tinelli. Creo que si a Ibarra le prometieran un programa de televisión con treinta puntos de rating, dejaría la política. La frivolidad más chabacana impulsa hoy muchas vocaciones políticas, aun en la gente que pone rostro adusto y habla en nombre del pueblo o de la soberanía nacional.

Es lastimoso ver cómo Vilma Ibarra que tanta presencia tenía cuando se atacaba a la corrupción menemista, o cuando se trataba el tema del Proceso y los genocidas, hoy cuando la más barata corrupción rodea a una administración que representa, baja el perfil hasta volverse invisible.

El poder mata a la gente. Lo hace con el terror y la tortura, lo hace con la corrupción y las prebendas. La lista de víctimas se suma, y los padres y madres que salen a la calle no dejan que nos durmamos. María Soledad Morales, Carlotto, Bonafini, Blumberg, Bordón... Cromagnon.

A Ibarra no lo sacó Macri, ni los legisladores, ni siquiera el gobierno nacional. Tiene razón cuando no entiende que si siempre se gobernó con corruptelas y se llenó la caja con el 70-30, por qué lo acusan así. No fue la clase política la que lo expulsó, fueron los padres, una vez más, es decir la sociedad civil, quienes arrinconaron al personal gubernamental.

Ibarra habla de revancha política, del oportunismo de una oposición que usa el dolor de la gente, se pone en el centro de una trenza que lo hace víctima de una conspiración siniestra. Denunció además las amenazas de algunos padres de los muertos de Cromagnon. En ningún momento estuvo a la altura de la importancia de su investidura, se condujo como un adolescente tardío que sólo vivió en asambleas estudiantiles. Acusar de amenazas a padres a quienes la corrupción y la irresponsabilidad de un gobierno dejó sin hijos, muestra una insensibilidad y una frivolidad que es difícil ocultar con mohínes progresistas.

Hay otros que hablan de un accidente, pero no lo fue. Se produce un accidente cuando un sistema de seguridad falla, aquí no falló nada, la red de "inseguridad" y de alto riesgo funcionó como siempre al límite, y a veces lo desborda. Claro, con muertes, y en este caso muchas.

No se fueron todos, se fue uno, muchos quedaron. La sociedad civil, el dolor y la desesperación de gente asociada, tuvieron que ocupar el lugar de un poder que miente y de una ley que se ausenta. Veremos cómo sigue.
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