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 jueves, 03 de noviembre de 2005  
Las mujeres de Montaner

Adrián Abonizio

Las mujeres de Montaner se tornan difíciles con la edad; enflaquecen artificialmente, están crispadas y bonitas pero desesperadamente calladas. Oyen música melódica: creen en esas canciones. Su mundo se hace hipnótico, sin dolor, donde es posible untarse con besos y misterios. Acuden al gimnasio, están hiperactivas y saludables pero sus almas entristecen. Algunas se masculinizan, toman café o cerveza del pico, fuman incansables y hablan mucho moviendo las manos, los dedos estilizados en relojes de apariencia cara.

Sinuosas, inabordables, acorazadas en perfumes como barreras de coral, rouges brotados de atanores sintéticos y probados aquí como en cobayos. No oyen hablar; están alertas por un peligro inminente que no se ve pero opera en ellas como el efluvio a veterinaria en los perros. Llevan un dolor mustio: se han divorciado, algunas han sido golpeadas; fueron humilladas o perdonadas, pero alejadas de la casita que tiene arriba un cartel promisorio que dice Dicha. Nunca la conocieron: sus hombres no han sabido dárselas ni ellas propinárselas; los hijos las han puesto plenas pero también las anestesiaron y prolongaron su agonía. Están retocadas como carrocerías de colección; rozadas por encontronazos que los mecánicos de la dermis han sabido disimular.

Es difícil llegar a ellas; son infelices y eso aleja. Da miedo verlas sabiendo que no creen en el amor real y que es más fácil dibujarles un poco, darles buenas palabras, no estafarlas; apenas mentiras piadosas y tan sólo luego desaparecer, cuando las hormonas se han vaciado y el daño ya ha sido hecho: pero no hay otra forma de tenerlas más que borrarlas; son carne de olvido porque su falta de fe y de entusiasmo verídico hace que los machos de esta especie nos alejemos a valles sin tanto aroma pero más reales.

Las mujeres de Montaner son encantadoras en los velorios y se quedan perplejas ante la alegría desmesurada. Temen a la locura. Odian las tiranías, el fútbol y la filosofía. Siempre fueron menemistas aun antes de él. Tienen un empleo de soldados de fortuna. Miran la tevé y lloran, y se encienden y llaman en las noches a otras como ellas, desagradecidas y solas, ignorando que la otra vida nunca les será mostrada porque para ello hay que ser pacientes, humildes, valientes. No han leído la vida de los santos legítimos; sólo a Osho. No han oído cantar a las ranas ni alucinado el rayo verde ni se han detenido a ver llover. Han honrado demasiado a la madre y al padre. Nunca se han ido de la casa familiar ni descreído de navidades y milagros de segunda mano. Nunca han salido a ver la Luna, ni reído de la muerte y de sí mismas; siempre han sido seriecitas; por eso ahora están más atropelladas en la edad que sus propias madres, por más que se encascaren en cremas, descubran su clítoris, gasten una fortuna en zapatos y se reconozcan sentimentales porque escuchan a Montaner.

Yo no amo a estas mujeres. Saben que sé. Sus estampidas retruenan en mi con un ruido atroz; saben que sé que están abandonadas y que indefectiblemente la felicidad pasará muy lejos. He compartido algún lecho con ellas; luego me he desvanecido. Yo fui el bufón, el idiota pensante de la madrugada, el que las trató lo mejor que pudo, el que las quiso un poco. El de una pena piadosa y el abrazo fraternal de soledades; ellas se asomaron al abismo a través mío y advirtieron que otro mundo era posible y que yo, un distinto, las podría hacer si no felices menos vulgares. Claro que para eso debían dejar todo e ir a la montaña, al ayuno, a la clarividencia doliente, a la templanza y a la pelea. Y sé que se dijeron "este es un idiota que va a poner de manifiesto lo que no sé hacer o no quiero. Uno que se cree superior".

Se equivocaron pensando que quería que me siguiesen: temieron perder sus ahorros, sus besos escondidos, sus poemas horribles. Yo, un solitario extraviado, escribiente sin rumbo, un cruel, protegido por un saber inexplicable, un odioso, un mal bicho al que hay que exterminar; un enfermo de algo innominado que las tornaba predecibles y consternadas por esta nueva forma de amor, tan viejo como un siglo, pero brilloso para ellas como chafalonería recién comprada.

Yo estuve con estas mujeres y fui feliz, si entendemos por ello al que sabe que todo es perecedero y mientras dure hay que moverse con nobleza. No sé si lo hice; sólo sé que aún las veo y no las extraño. Discretamente las sigo deseando, mientras pasan como barcas, simulando estar vivas, saludándome algunas, fumándome en la cara, yendo a alguna cita y oliendo a un perfume rabioso y funesto, falsamente sexual y ondeando sus curvas trabajadas o esquivándome con sus autos en la calle fingiendo una vida interesante con lentes ahumados y uñas laminadas en sangre, mientras atruena la música y ellas cantan junto a Montaner.

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