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 domingo, 23 de octubre de 2005  
Nota de tapa-El pueblo donde se "sufre el agua"
Un molino trajo agua y salvó a un pueblo
Suripujio es un paraje situado a 3.850 metros de altura y a 30 kilómetros de La Quiaca. No tiene energía eléctrica ni gas natural. Alumnos de la Universidad Austral instalaron allí un molino. un pequeño gesto solidario que empezó a cambiar la vida de un pueblo

Laura Vilche / La Capital

"Acá se sufre el agua". Cinco palabras le son suficientes a Vicente Gregorio para describir qué es vivir en el paraje de la Puna jujeña donde nació hace 28 años. Su lugar se llama Suripujio y el nombre, que en quechua significa "aguadita del suri", parece una ironía. Precisamente lo que menos hay es agua en el caserío donde habita Vicente junto a otras 130 personas descendientes de collas, unas 500 llamas, tres centenares de vicuñas y dos mil ovejas. Y para colmo de males, los suris, unos pequeños ñanducitos que supieron vivir en la zona, hoy están en extinción. A este poblado de agricultores y pastores que caminan todos los días 7 kilómetros hasta una vertiente con su rebaño, donde los pozos abastecen de agua turbia que se junta en palanganas y la capilla aún carece de acetre con agua bendita, llegaron hace unos días un grupo de estudiantes, un sacerdote y un directivo de la Universidad Austral de Rosario, con el firme propósito de que el agua "se sufra" menos.

Allí, a 3.850 metros de altura y 30 kilómetros de La Quiaca, llevaron dos molinos e instalaron uno, pero también pintaron la capilla del lugar que está en construcción y entregaron ropa, medicamentos y útiles escolares. Señales compartió con ellos y esta comunidad del noroeste tres días de convivencia, trabajo y celebraciones durante lo que se bautizó como "quinto viaje solidario".

El molino no sólo modificó el paisaje de este rincón aislado y color tierra. También cambió el domingo de los suripujeños, que acostumbrados a poner en práctica la minka (trabajo comunal prehispánico) se pusieron a armar el aparato en busca de mejorar el riego y la calidad de su ganado, con parásitos y poco peso. Aplaudieron el giro de las aspas, sacaron fotos y prepararon ternero asado y chicha para propios y extraños.

La gente tiene esperanzas de que el molino les cambie los días por venir. Los pastores -mujeres, hombres y niños de Suripujio- saben que si los bebederos se llenan de agua, no necesitarán seguir caminando por horas hacia la vertiente con sus rebaños. Saben también que con el molino podrán regar más y mejor las papas, habas y la alfalfa sin sentir eso como un derroche. Y finalmente, esperan que "la cosa mejore" para que los jóvenes de este lugar de la Argentina comiencen a pensar que emigrar no es un camino obligado y que vivir allí -no subsistir- es posible y vale la pena.

"A nosotros también nos cambió el molino", deslizó uno de los dieciocho estudiantes de Ciencias Empresariales que por unos pocos días dejaron de pronunciar "rentabilidad" y "eficiencia" para hablar de arandelas, tornillos, rodillos y pintura. Supieron qué es "sufrir el agua" en un lugar donde además no existe la energía eléctrica ni el gas natural, donde el trueque prevalece por sobre el dinero en efectivo, la desnutrición es moneda corriente y los bebés no se transportan en cochecito sino a quepi o "cococho". Un lugar en que lavarse el pelo y bañarse diariamente es un lujo, y donde para hablar unos segundos con el teléfono celular, si la suerte acompaña, es necesario subirse a la torre de la capilla.


"Bienvenidos": el pueblo
Hay que andar 1.630 kilómetros desde Rosario para poder leer sobre una montaña la frase hecha con piedras que dice "Bienvenidos a Suripujio". Al pie de ese recibimiento, en un paisaje desértico, se divisa el pueblo: una plaza con algunos arbustos y más piedras; la escuela con su tobogán, su mástil y horno de barro y un puesto de salud a cargo del "cacique" y enfermero Julián Calisaya (ver aparte). Otros edificios importantes son un salón donde se realizan las asambleas mensuales de la Comisión Aborigen (su presidente es justamente Vicente Gregorio), y dos canchas de fútbol polvorientas donde en verano se agita el pueblo ante los clásicos con la localidad vecina de Inticancha o algún equipo de la frontera boliviana.

"Hay una cancha con arcos más grandes, para varones, y otra para mujeres; acá todos juegan a la pelota y son de Boca o de River", aclara Jorge Barrera, el director de la escuela Nº 170 Exodo Jujeño donde 36 alumnos cursan su primer y segundo ciclo de EGB. Porque "el que sigue su escolaridad", según remarca, lo hace en Yavi (un pueblo ubicado a 15 minutos de allí) o en La Quiaca.

A ese paisaje, desde hace dos domingos, se agregó el molino, junto a un tanque australiano y un pozo instalados hace unos pocos años por una ONG alemana.

Dos días antes de ese domingo, habían llegado allí los estudiantes y hombres de Suripujio con los planos, herramientas y todas las partes del molino por separado. Comenzaron a leer y a armar las piezas en el suelo. Ensayo y error. Esa parecía ser la ley imperante durante horas. Armaban y desarmaban; faltaban piezas, insultaban, volvían a intentar. Fue necesario realizar varios viajes de emergencia a La Quiaca para conseguir alguna que otra pieza.

Pero el domingo, todo parecía tomar forma. Se colocó el motor, no sin dificultad. Hubo que improvisar escaleras y hasta pirámides humanas. Se ataron sogas de lana de llama y entre dieciséis personas tiraron de ellas como en una competencia de cincha: de un lado sus brazos, del otro el molino.

Todos hicieron fuerza a la vez; todos varones, adultos que trabajaban y niños que observaban. La única mujer que registró por completo el episodio a pocos metros del hecho más importante del día, en cuclillas y masticando coca en un rincón, fue Marta, una de las "veteranas" del pueblo, que es como la gente de Suripujio llama a sus viejos.

Marta se quedó quieta, miró cada paso y sólo habló cuando le preguntó ofuscada a la fotógrafa de este diario: "¿No me estará foteando, no?".

Recién cuando la hélice del molino estuvo en alto y dio sus primeras vueltas al sur, apareció el resto de la población femenina. No faltaron los gritos y aplausos, ni la expresión que Laureano Coria, con algunas copas de más desde muy temprano, había repetido durante toda la mañana: "¡Yes!".

Para que el molino bombeara el agua del pozo, llenara el tanque australiano y los bebederos con el agua tan esperada, todavía faltaban unas horas, pero el pueblo no esperó, se reunió a almorzar y a festejar a cuenta.


Las canillas de la escuela
La escuela es el único lugar donde hay varias canillas y el agua sale sin demasiado esfuerzo y hasta caliente. Agua limpia, de deshielo, de la vertiente, llega por un caño que desciende directamente hacia el tanque, que hay que controlar cuidadosamente para que no rebalse. Sería el sitio cinco estrellas del paraje si no fuera porque allí docentes y alumnos padecen como todo el pueblo en invierno de los acostumbrados 15 grados bajo cero, sin estufa. Sólo se protegen con el calor de las brasas de la tola (un arbusto del lugar), pero a pesar de ello el director de la escuela, Jorge Barrera, dice que no cambia "la soledad de la Puna por ningún microcentro". Para él, "los problemas son muchos pero siempre la comunidad les encuentra solución".

Basta verlas a Teófila y Nazaria, las cocineras del establecimiento, para darse cuenta de que el maestro tiene razón. Ambas cocinan a lo grande, con muy pocos elementos. Ni siquiera tienen una heladera, pero aún así les han hecho frente a las partidas de 80 centavos que les envía el gobierno provincial para las cuatro comidas de cada uno de sus 18 alumnos internados.

"Acá tenemos nuestra huerta con acelgas, remolachas y zanahorias, y nunca falta un guiso de quinoa, una sopa de frangollo (maíz) o de kalapuca (se sirve con una piedra que mantiene el calor del líquido en el plato), carne de llama y pan casero", se jacta Barrera. Y hasta se pone orgulloso al decir que "aunque la mayoría de los padres sean analfabetos, tenemos alumnos que terminan su EGB y también su secundario". En general, según confirma el director, los chicos terminan 7º con 15 años de edad promedio.


Misa sin agua bendita
Un sacerdote de La Quiaca celebra dos misas mensuales en la capilla de Suripujio, que aún no terminó de construirse. La construcción es austera, de estilo colonial, tiene dos torres con campanarios pero sin campanas, una sola nave, cinco ventanas vidriadas y un altar de laja. Toda blanca, por ahora carece de acetre con agua bendita y de fuente bautismal.

Después de misa, los suripujeños realizan un rito; una procesión ruidosa alrededor de la plaza, con sus santos en mano y tirando cohetes.

La imagen más importante dentro de la capilla es la pintura de la Virgen del Rosario de Suripujio, una recreación de una artista plástica rosarina. Cada noche de la visita de los estudiantes, el padre Jorge Palma, de la Universidad Austral, celebró misa. De día, el sacerdote se arremangaba su camisa negra con alzacuello y armaba el molino junto a todo el equipo, de noche se calzaba la sotana y a la luz de las velas ponía en práctica la liturgia frente a los pobladores que llegaban envueltos en ponchos y con linternas en la mano. "Canticamos «Juntos como hermanos»", invitaba un lugareño, y todos entonaban las mismas canciones que se escuchan en cualquier parroquia de la ciudad.

Quince personas, entre estudiantes y lugareños, pintaron el exterior del templo. Dos jornadas de trabajo de unas ocho horas cada una, setenta litros de pintura blanca, una docena de rodillos adaptados con palos, varios pinceles y latas de barniz, fueron el saldo de la tarea.

Una noche, después de misa, la entrada de la iglesia fue el escenario del fogón con que la gente del lugar agasajó, con música y ponche (leche y caña) a las visitas. Vestidos con pantalón de lana de oveja, poncho, sombrero y sandalias tres hombres se lucieron con el Baile del Torito. Al ritmo de caja, quena, corneta, bombo y redoblante, por momentos se trenzaban en una danza, por momentos, en simulada faena, siempre a los saltitos, con toritos hechos de cuero y cascabeles en la espalda y en sus cinturas.

Después vinieron las coplas que provocaron risas y galanteos. "Quién te va a querer a vos, pareces perro amarillo, todos los días borracho", le cantaba una mujer a un hombre. "Si no me quieres vidita, no debes matar a tu marido, ni yo a mi mujer", le respondió él.

Se prevé inaugurar la capilla en Semana Santa de 2006. "Tal vez allí la gente pueda entrar y persignarse con agua bendita, ahora que tenemos el molino...", deslizó un feligrés.
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